En las oscuras profundidades del espacio, el astronauta Roy McBride (Brad Pitt) bordea la locura. Su mente se resquebraja mientras se dirige hacia los confines del sistema solar en busca de su padre. El más completo aislamiento y la ingravidez lo golpean tanto dentro como fuera de su cuerpo. Se desmorona. De ser un hombre estoico y decidido pasa a ser un individuo errático y aterrorizado.
Solo las 571 personas que han visto la Tierra desde el espacio comprenden los síntomas del protagonista de la película Ad Astra. “Ahora estoy solo, verdaderamente solo y absolutamente aislado de cualquier vida conocida”, pensó el estadounidense Michael Collins en el módulo de comando de la misión Apolo 11 mientras sus compatriotas Buzz Aldrin y Neil Armstrong aterrizaban en la superficie de la Luna en 1969 y se convertían en héroes.
Ruth Hemmersbach nunca viajó al espacio, pero conoce de cerca el impacto de la microgravedad en los procesos y organismos biológicos. En el Instituto de Medicina Aeroespacial del Centro Aeroespacial Alemán (DLR) en la ciudad de Colonia, esta biomédica dirige un batallón de psicólogos, enfermeras, fisioterapeutas, científicos deportivos, nutricionistas, oftalmólogos y demás investigadores que buscan comprender cómo un viaje largo a la Luna o Marte podría llegar a repercutir en los cuerpos y mentes de los astronautas y qué medidas se deberían tomar para contrarrestar tales adversidades.
“Los viajes espaciales son caros y peligrosos, pero entender los efectos de vivir en el espacio es fundamental para enviar humanos a otros planetas –cuenta Hemmersbach–. Por eso los estudios en la Tierra son importantes para conocer los riesgos que enfrentan los futuros exploradores”.
Aquí hay una cámara de 110 metros cuadrados para estudiar los efectos de la reducción de oxígeno y la disminución de la presión ambiental; salas para simulaciones y rehabilitaciones de estrés psicológico, producto de la convivencia en espacios reducidos y contacto social limitado y laboratorios para investigar el impacto de la radiación espacial.
Dentro de toda esta oferta científica hay un experimento estrella en el que miles de personas de todo el mundo solicitan participar: un estudio que paga 16.500 euros a cualquiera que consiga permanecer 60 días seguidos acostado en una cama. Toda una aventura por amor a la ciencia.
Por fuera parece un enorme bloque blanco de Lego o una losa gigante. Por dentro el envihab –de las palabras “medio ambiente” y “hábitat”– se asemeja a una estación espacial: una instalación de 3.500 metros cuadrados sin ventanas.
Un pasillo largo con suelo color verde conduce a las habitaciones. Son pequeñas y de paredes blancas. No se ven plantas ni cuadros. En cada una hay una cama. No se trata de camas normales. Sus cabeceras están inclinadas 6 grados por debajo de la horizontal. “Esto imita los efectos de la microgravedad en los músculos, huesos y tendones de los voluntarios”, indica la investigadora Michaela Girgenrath.
“Al estar tanto tiempo recostados, los fluidos corporales se alteran. Es la manera que tenemos de reproducir en tierra algo que sufren tanto los hombres como mujeres en órbita: un incremento de la presión intracraneal y cambios en la retina y el nervio óptico”.
La vida se ha desarrollado bajo la influencia permanente y dictatorial de la gravedad, pero una vez que los seres humanos abandonan el planeta, las consecuencias de esta liberación se presentan en cascada. Sin la gravedad que empuja la sangre hacia las piernas, las cabezas de los astronautas se llenan de fluidos, lo que da como resultado el síndrome de cabeza hinchada y patas de pájaro, una sensación de resfriado constante, acompañada por el desgaste de músculos y huesos.
Vivir en el espacio por más de unos pocos días es malo para la salud. Los análisis realizados en el astronauta estadounidense Scott Kelly –que regresó a la Tierra después de pasar un año en órbita mientras su hermano gemelo Mark Kelly permaneció en el planeta– mostraron que incluso el sistema inmunitario y la vista se ven afectados.
De ahí la importancia de los estudios de reposo en cama, que ofrecen a los científicos formas de ver cómo el cuerpo se adapta a la ingravidez. Tanto la NASA como la agencia espacial europea (ESA) han realizado varios de estos experimentos anteriormente, y esta vez han comenzado a hacerlos de forma conjunta.
“Ahora todo el mundo está pensando en el regreso humano a la Luna”, señala Hemmersbach. “Pero no estamos preparados para viajes espaciales largos. Hay muchas preguntas que tenemos que responder. Por ejemplo, qué medidas debemos tomar para contrarrestar la pérdida de masa muscular en otros mundos o ambientes con menos gravedad, o cuál debería ser el mejor entrenamiento físico a realizar en órbita. Actualmente los astronautas entrenan de dos a tres horas por día en la Estación Espacial Internacional. Y hemos visto que no es del todo efectivo”.
El estudio que están llevando a cabo en el envihab se llama AGBRESA, siglas de Gravity Artificial Bed Rest Study (estudio de reposo en cama por gravedad artificial). Consta de dos campañas. Los primeros participantes se mudaron el 25 de marzo de 2019. La segunda tanda comenzó a principios de septiembre y concluirá en diciembre.
Imprescindible saber alemán
Oficialmente, dura un total de 89 días: 15 días de familiarización, 60 días de reposo en cama y luego dos semanas de descanso y rehabilitación. Además, hay cuatro visitas de seguimiento obligatorias: después de 14 días, a tres meses, en diciembre de 2020 y en 2021.
“Para esta última campaña recibimos 20.000 candidaturas de todo el mundo”, revela entre risas Friederike Wütscher, responsable de las relaciones públicas del instituto. “La mayoría las descartamos rápidamente. Solo aceptamos a aquellos que sepan alemán. Deben entender todo y poder comunicarse con nosotros. También muchos desistieron cuando les dijimos que pagamos una vez realizado el experimento, no antes”.
Los actuales voluntarios tienen entre 24 y 55 años. Miden entre 153 y 190 centímetros y no fuman. Son cuatro mujeres y ocho hombres. “Quisiéramos tener seis hombres y seis mujeres, pero hemos notado que a las mujeres no les interesa mucho participar en estos estudios”.
Los voluntarios deben hacer todo lo que hacen en un día normal, manteniendo al menos un hombro en contacto con el colchón en todo momento. Ellos no lo advierten, pero en las habitaciones hay un ligero aumento de dióxido de carbono, que imita el entorno de la Estación Espacial Internacional.
Cada día comienza con estiramientos y masajes realizados por fisioterapeutas. Un desfile de médicos pinchan a los participantes con agujas, les toman la presión y muestras de orina. Les hacen exámenes de sangre, así como pruebas cognitivas, de audición y de agudeza visual.
La visión de los astronautas es un tema que preocupa a la NASA y a la ESA, en especial si se considera que un viaje a Marte dura 18 meses. La tripulación podría llegar al planeta rojo y haberse vuelto completamente ciega.
De ahí la importancia de estudiar estas alteraciones: en una encuesta hecha a 300 hombres y mujeres astronautas, un 23% de tripulantes en vuelos cortos y un 49% en vuelos largos reportaron haber tenido problemas de visión a corta y larga distancia durante sus misiones. Algunos también afirmaron que los problemas de visión persistieron durante años después de su regreso al planeta.
La jornada de los voluntarios del estudio continúa con visitas a un resonador magnético para medir el crecimiento y la descomposición de sus músculos. Las radiografías verifican su densidad ósea. Las sesiones de entrenamiento y mediciones del rendimiento cardiovascular se alternan con una dieta estricta, calculada caloría por caloría por nutricionistas para no ganar ni perder peso durante el estudio.
“No les damos comida espacial”, dice la especialista Olga Hand. “Está todo estandarizado. Cocinamos nuestra propia comida, así sabemos exactamente lo que contiene. Cuidamos que los alimentos no afecten a los resultados del estudio. No se permite el cacao, el té de hierbas o el café. Todos los sujetos reciben el mismo menú y deben comerlo todo”.
Como en el espacio, las actividades más mundanas se vuelven complicadas. Los voluntarios no pueden reclinarse para comer ni para orinar o defecar. Cuando quieren ducharse, lo hacen recostados en una habitación especialmente acondicionada.
Es entonces cuando los voluntarios descubren que la experiencia no era tan placentera como al principio creían. Sus cuerpos se alteran. El corazón se modifica a los cinco días. Los músculos muestran signos de desgaste en 30 días y los huesos, a los dos meses.
Sufren de dolores de cabeza por el cambio en el flujo sanguíneo. También dolores de espalda: a la columna le resulta difícil lidiar con toda la presión de los órganos.
“La investigación espacial sobre la pérdida ósea y muscular tiene también sus beneficios para miles de personas en la Tierra”, señala el médico Jens Jordan. “Estudiar cómo cambia el cuerpo de los astronautas ayuda a mejorar los tratamientos contra la osteoporosis o la distrofia muscular. Podemos transferir nuestro conocimiento del espacio a la Tierra”.
Lucha contra el aburrimiento
Algunos voluntarios son más solitarios y quieren permanecer tiempo a solas. Meditan, ven series y películas, realizan un curso online. Leen desde la mañana hasta la noche o pasan varias horas al teléfono o en Skype con amigos y familiares.
Por razones de seguridad son monitoreados a través de cámaras las 24 horas del día, los 7 días de la semana. “Aunque las cámaras no enfocan sus partes privadas”, aclara Wütscher. “Pueden hacer lo que gusten en soledad pero sin levantarse de la cama”.
Otros, en cambio, sufren con el aislamiento. No soportan estar largos períodos de tiempo solos con sus pensamientos, acompañados únicamente por el miedo y la ansiedad, como podrían sufrir los astronautas en un largo viaje a Marte.
“Por eso realizamos fiestas sorpresa para que los participantes hablen entre sí sin salir de las camas”, dice Hemmersbach.
“El gran problema es el aburrimiento. También son importantes las visitas de astronautas que les cuentan sobre sus misiones y experiencias en el espacio. Hace unas semanas vino el alemán Alexander Gerst. Es crucial que los voluntarios sientan que están haciendo algo por la humanidad, que contribuyen al bienestar de los astronautas y que su sacrificio los ayuda a sobrevivir los desafíos de la vida en el espacio. No lo parece, pero requiere mucho esfuerzo. El cuerpo humano no está acostumbrado a estar recostado en una cama por largos períodos de tiempo”, continúa.
Eso se advierte al finalizar el experimento: a la mayoría de los participantes del estudio les cuesta volver a caminar con normalidad. Después de pasar 60 días inclinados en un ángulo negativo de seis grados, pierden el equilibrio y la coordinación, se marean. Deben adaptarse a un entorno completamente nuevo.
“Apenas podía levantar los pies, la resistencia del suelo era completamente nueva”, advirtió el participante F. “Mientras estaba en la cama pensaba que iba a ser fácil volver a caminar, sin embargo, el primer día que me levanté fue duro. Mis piernas eran como globos que podían explotar en cualquier momento”.
Nadie recordará sus nombres ni sus proezas, pero estos anónimos camanautas formarán parte de la historia espacial, junto a Yuri Gagarin, Valentina Tereshkova y Neil Armstrong.
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