Nuestra reacción al conocer la noticia del atentado contra el exprimer ministro japonés Shinzo Abe fue de conmoción e incredulidad a partes iguales. Lo que siguió fue un frenesí al intentar reconstruir las noticias y los rumores para dar sentido a los acontecimientos, hasta que se anunció su muerte unas horas más tarde.
A primera vista, el magnicidio de Abe nos traslada a las décadas de 1920 y 1930, cuando los asesinatos de primeros ministros y exprimeros ministros (Hara Kei, Hamaguchi Osachi, Inukai Tsuyoshi, Takahashi Korekiyo, Saitō Makoto) eran una característica de la política japonesa. No asociamos fácilmente el asesinato político y la violencia con el Japón democrático y pacifista de la posguerra mundial.
Teniendo en cuenta estos antecedentes, no es sorprendente que muchos análisis se hayan centrado en la violencia política en Japón como algo “casi inaudito”. Sin embargo, como en cualquier país, los actos inesperados y extremos de violencia política no carecen de precedentes en el país asiático.
Durante el segundo periodo de Abe en el poder (2012-2020), una de sus iniciativas más controvertidas fue la reinterpretación del derecho de Japón a la autodefensa colectiva, lo que fue visto como parte de un cambio hacia un Japón más militarizado, y dio lugar a dos casos de personas que se quemaron a lo bonzo en junio y noviembre de 2014 como protesta. En el último caso, la persona murió.
En el primer periodo de Abe en el cargo (2006-2007), el alcalde de Nagasaki Itō Icchō fue asesinado a tiros por un miembro del Yamaguchi-gumi, el mayor sindicato del crimen organizado de Japón, por un asunto aparentemente trivial de indemnización por daños en su coche.
En 1990, el predecesor de Itō, Motoshima Hitoshi, también fue objeto de un intento fallido de asesinato por parte de un extremista de derechas por los comentarios públicos que hizo sobre la responsabilidad bélica del emperador Hirohito.
En 2006, la casa del político del Partido Liberal Democrático Katō Kōichi fue objeto de un ataque incendiario por parte de un derechista enfadado por los comentarios que Katō había hecho criticando la visita del primer ministro Koizumi Junichirō al santuario de Yasukuni. El santuario ha sido durante mucho tiempo un controvertido símbolo del legado bélico de Japón.
El fallido golpe de estado del mundialmente famoso escritor Yukio Mishima en 1970, que conmocionó a Japón, estuvo arraigado en sus opiniones políticas ultranacionalistas.
Dos años antes del golpe, Mishima había fundado la organización paramilitar Sociedad del Escudo reclutando a sus miembros entre ultraderechistas que querían restaurar los poderes políticos del Emperador. Como es sabido, Mishima se suicidó ritualmente cuando el intento de golpe fracasó.
1960 fue un año tumultuoso en la historia japonesa de la posguerra como consecuencia de la revisión del tratado de seguridad entre Estados Unidos y Japón.
El propio abuelo de Abe, Kishi Nobusuke, fue víctima de un intento fallido de asesinato en julio de ese año.
También en 1960, el líder del Partido Socialista de Japón Asanuma Inejirō fue apuñalado hasta la muerte por un estudiante ultranacionalista radical. Asanuma criticaba abiertamente los lazos de Japón con Estados Unidos mientras buscaba estrechar las relaciones con los estados comunistas de Asia. Una fotografía del ataque ganó el premio Pulitzer.
Todos estos ejemplos son acciones de individuos. Pero Japón no es ajeno a la violencia política organizada por grupos de personas. El incidente más devastador de la violencia política de posguerra fue, sin duda, el ataque con gas sarín en Tokio en marzo de 1995. En nombre de un culto religioso, Aum Shinrikyō, y con el objetivo de iniciar el fin del mundo, fueron atacadas varias estaciones de metro en áreas donde se ubicaban las principales instituciones políticas de Tokio. El agente nervioso se cobró 14 vidas e hirió a más de 1 000 personas. El líder de la secta, Asahara Shōkō, y varios de sus principales miembros fueron ejecutados en 2018.
Durante las décadas de 1970 y 1980, Japón fue testigo del terror interno a manos de una serie de grupos revolucionarios de izquierda. El más famoso de ellos fue el Ejército Rojo Japonés, que secuestró aviones, atacó embajadas y negocios, y a civiles. Los carteles de “se busca” con los rostros de destacados militantes del Ejército Rojo siguen apareciendo en las estaciones de tren japonesas, y recientemente la policía de Tokio ha realizado vídeos recordando a la población que sus miembros siguen sueltos.
Las cifras muestran que los delitos con armas de fuego son raros en Japón, por lo que la violencia política resulta chocante. Sin embargo, como ocurre en otros países, está tristemente lejos de ser algo inédito.
El de Shinzo Abe es solo el más reciente de una larga lista de ataques por motivos políticos. Desgraciadamente, la gran visibilidad de los procesos penales en Japón hace que se conviertan en un importante altavoz para los autores de actos violentos como este. Esto no solo ocurre en Japón. El proceso judicial se ha utilizado para hacer política en casos recientes en toda Europa y Estados Unidos, con el caso Breivik en Noruega como ejemplo particularmente desgarrador. Lo mismo puede ocurrir en Japón en su momento.
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