Año 1950: la Guerra Fría está al rojo vivo, chinos y americanos se enfrentan en Corea, y la caza de brujas del senador McCarthy envía a miles de artistas y funcionarios al paro o a la cárcel. En ese contexto crispado aparece un libro desbordante de optimismo: El uso humano de seres humanos: Cibernética y sociedad. En sus páginas, Norbert Wiener, un matemático del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), proponía una sociedad ideal basada en la combinación de la informática con los principios de retroalimentación, autorregulación y flujos informativos.
No corrían buenos tiempos para la lírica ni para las utopías. El éxito editorial de 1984, la novela de George Orwell publicada dos años antes, reflejaba el estado de ánimo. ¿De dónde sacaba Wiener los recursos intelectuales para contrarrestar al pesimismo distópico? Sencillamente, su propuesta nada tenía que ver con las recetas utópicas habituales, basadas en la reconfiguración integral de las instituciones políticas; en vez de ello se apoyaba en una categoría novedosa: la de información. Esta era a sus ojos la palanca del cambio, la panacea de todos los males sociales.
La información es el elemento fundamental de cualquier sistema biológico o artificial, sostenía Wiener; es más, el ser humano, la sociedad y la naturaleza son información, y es el intercambio de información con el entorno lo que nos permite adaptarnos mutuamente. Para dar cuenta de esa realidad fundó la “ciencia del control de las máquinas y los procesos dinámicos”: la cibernética, término que él mismo derivó del griego kybernetes, que significa timonel o piloto.
El autor de esa visión rompedora había nacido en 1894, hijo de inmigrantes judíos radicados en Massachusetts. “Era un niño prodigio, torpe y obeso”, apunta a SINC Sebastián Dormido, catedrático emérito de informática de la UNED. “A los 18 años se doctoró en filosofía de las matemáticas en Harvard, y tuvo maestros extraordinarios: Bertrand Russell, G. H. Hardy y David Hilbert. Luego se incorporó al MIT”, añade. Miope y bajito, Wiener hablaba ocho idiomas, aunque un chiste decía que no se le entendía en ninguno. Prototipo del sabio distraído, casó con Margaret Engerman (“Fue como criar trillizos”, diría ella de su matrimonio). Un perfil similar en carisma, sentido moral y excentricidad al de la otra celebridad científica de la época, Albert Einstein.
La Segunda Guerra Mundial arrancó a Wiener de las matemáticas abstractas: “Quiso desarrollar un cañón antiaéreo guiado por radar que corrigiera automáticamente la puntería, pero no tuvo éxito”, refiere Dormido. Fue un fracaso fecundo, pues orientó su atención a los circuitos de retroalimentación. Por eso, cuando un neurofisiólogo le habló de la ataxia, un trastorno muscular debido a un retraso en la transmisión de señales nerviosas, tuvo una intuición genial: explicarla en función del feed back, la retroalimentación circular que garantiza el equilibrio de un sistema. De allí concluyó “que el cuerpo humano es un sistema de retroalimentación homeostático y que muchos problemas en los seres vivos se deben a fallos de feed back”, apunta el catedrático de la UNED.
“El concepto de feed back no lo inventó Wiener, pero solo él percibió su relevancia en los sistemas biológicos y tecnológicos”, observa a SINC Manuel Armada, especialista en robótica del CSIC. “Supuso que esos mecanismos de control son muy similares en los seres humanos y en las máquinas. En nuestro organismo son ubicuos y se distribuyen horizontalmente, regulando la temperatura o la presión sanguínea”. Su otro gran hallazgo fue ver en la información el idioma universal que permitiría la comunicación entre los seres vivos y las máquinas, al igual que su control (llegó a fantasear con transmitir personas como mensajes. Este escenario de Star Trek era para él teóricamente posible: el reto consistía en diseñar un aparato emisor que tradujera los individuos a datos y un receptor que los reconstruyera a partir de la información recibida).
Su enfoque tendió puentes entre el orden natural y el artificial, granjeándole un enorme prestigio. Pero a Wiener la gloria intelectual no le bastaba. Su espíritu progresista se sublevaba contra los crímenes del fascismo, la división del mundo en bloques irreconciliables y el secretismo impuesto a la investigación por razones militares. Concluyó que el mayor enemigo de la humanidad era la entropía, entendida como pérdida, bloqueo o incomprensión de la información. La guerra favorecía la entropía, al igual que los totalitarismos, pues ambos obstaculizan los flujos informativos.
En Cibernética y Sociedad presentó su receta contra la entropía. Imaginó una sociedad descentralizada cuyos dispositivos de feed back la adaptarían automáticamente a las circunstancias cambiantes. Su “sistema nervioso”, los ordenadores, asegurarían que todo funcionase conforme a decisiones racionales. La transparencia resultante del mejor control y tratamiento de la información permitiría una vigilancia social recíproca, que atajaría las conductas negativas. El feliz mundo cibernético se compondría de pequeñas comunidades pacíficas y autogestionadas, y como no habría guerras ni conflictos internos, ni el Estado ni las fuerzas armadas tendrían en él un lugar relevante.
Decantado por el pacifismo, el profesor del MIT se negó a colaborar con la I+D al servicio de la destrucción masiva. Su negativa le convirtió en la personificación de la “ciencia con conciencia”, y se dedicó a alertar a la ciudadanía mediante una serie de ensayos relativos “al mal uso que el poder hace de las máquinas en perjuicio de nuestros congéneres y del planeta”.
El paradigma de moda
En paralelo, la cibernética se irradiaba a los campos más diversos. Haciendo sinergias con la teoría de la información de Claude Shannon, influyó en la biología, la neurociencia y la ecología, entre otros saberes. El politólogo Karl Deustch la aplicó en su modelo de los “nervios del gobierno”; y en el terreno de la salud mental ayudó a ver los trastornos psicológicos como fallos comunicativos en la familia. A los ingenieros les atraía su énfasis en el control de procesos; y a los soviéticos su utilidad de cara a la gestión económica, si bien su aplicación más lograda fue el sistema Cybersyn, que gestionó las empresas nacionalizadas por el gobierno chileno de Salvador Allende.
Al final de su vida, Wiener se horrorizó de los excesos de la automatización. Le espantaban los ordenadores diseñados para lanzar por su cuenta misiles nucleares, a los que calificada de “máquinas ajedrecistas dentro de armaduras”. Anticipando el impacto laboral de las tecnologías de la información, advirtió a los sindicalistas que la introducción de ordenadores en las cadenas de montaje provocaría un desempleo desastroso. Le gustaba comparar a las computadoras que se construyen a sí mismas con el Golem, ese Frankestein de la tradición judía que se vuelve contra su creador. Temía que su teoría “fuera mal utilizada por élites corruptas y egoístas para crear nuevas formas de gobiernos que solo serían eficaces como maquinarias de opresión y manipulación. De modo que se concentró en el desarrollo de miembros prostéticos, que juzgaba más benéficos para la sociedad”, observa Mathew Gladden, experto en Inteligencia Artificial de la Universidad de Georgestown (Estados Unidos). La muerte le sorprendió en 1964 trabajando en un “brazo biónico”.
Una utopía tecnológica
“La palabra cibernética se populariza y luego cae en desuso”, observa Dormido. Efectivamente, en los años siguientes, las aportaciones de Wiener pasaron de moda. Sus sueños de reforma social parecían irrealizables, al igual que su pretensión de fundar un paradigma transversal a todas las ciencias. El protagonismo pasó a desprendimientos de la cibernética como la inteligencia artificial o la teoría de los sistemas autopoiéticos de Maturana y Varela. Pero su núcleo duro, el procesamiento de señales correctoras de errores, “se mantiene vivo en las ingenierías, en los controles de servomecanismos en automóviles, aviones y cohetes, en los sistemas robóticos, en la teoría de la información y la señal, y en el hardware de la telefonía móvil y las redes inalámbricas”, enumera Peter M. Asaro, filósofo de la ciencia de la New School de Nueva York, “aunque ya nadie le llama cibernética”. Y su legado es palpable en la tesis de Donna Haraway de que todos somos organismos cibernéticos (cyborgs), mezclas de materia viva y máquinas unidas por la información.
Su herencia es aún más visible en internet. “La cibernética es el hecho histórico y tecnológico que hizo posible la Red”, declara a SINC Eduardo Grillo, semiólogo de la Academia de Bellas Artes de Nápoles. “La asimilación del pensamiento a los procesos comunicativos entre máquinas, la visión del hombre como el eslabón de una cadena informacional global, el rechazo al secreto y la confianza en que las conexiones posibilitan la auto-regulación de las conductas son ideas de Wiener que inspiraron a la ideología de Internet. Y otro tanto puede decirse de la importancia que atribuía a los canales comunicativos, al poder descentralizador y democratizador de la información y a estar todos conectados, valores que transmitió a los internautas”, apunta Grillo.
Pero muchas de sus expectativas se malograron: “Temía que la información se volviese mercancía, contribuyendo a aumentar la ‘entropía social’, y es lo que sucedió. Su esperanza en que la sociedad se autorregulase tampoco se cumplió”, afirma el semiólogo italiano. Igual de frustrantes le hubieran parecido la práctica del secreto y el acceso desigual a la información que caracterizan a nuestra esfera digital, comenta Armand Mattelart, el historiador de la comunicación. “Y si bien su exaltación de la transparencia, las aplicaciones tecnológicas y la conectividad se ha integrado al imaginario de la Red, lo ha hecho subordinada a la lógica de la competencia”, precisa Grillo.
En España el nombre de Wiener es poco conocido, señala Armada, pese a que “nos visitó alguna vez y trató con Leonardo Torres Quevedo a propósito de su ajedrecista automático”. En su país natal su memoria está siendo rescatada del olvido. Creador de una tecnoutopía que se oponía a las tecnologías inhumanas, inventor de máquinas contrario a tratar a las personas como máquinas, es recordado como un profeta. Y aunque su confianza en que la comunicación por sí sola llevaría a la transparencia y al consenso se demostró desmedida, su exhortación a la responsabilidad moral de los científicos e ingenieros tiene más vigencia que nunca, indican sus biógrafos Flo Conway y Jim Siegelman, “La utopía de Wiener era demasiado racional, optimista, ingenua y parcial”, resume Grillo, convencido de “que nos sigue haciendo falta un impulso utópico, ya que las inmensas oportunidades que ofrece la Red dependen también de la idea de sociedad que la inspire”.