Cuando Liz Truss abandonó el atril del número 10 de Downing Street tras dimitir como líder de su partido, probablemente pensó que su tiempo como primera ministra había durado tanto como la campaña por el liderazgo que la llevó hasta allí.
Cuando Boris Johnson abandonó el número 10, el Reino Unido tuvo la sensación de que llegaba la hora de la estabilidad, la competencia y los beneficios de un político aburrido que pudiera estabilizar el barco del Estado. Pero los equilibrios de Truss han demostrado ser notablemente inestables. Ha dado el mayor golpe de efecto de la historia política británica al hacer que el mandato de Johnson parezca aburrido en comparación con el suyo.
Truss comenzó como primera ministra en septiembre, proponiendo una agenda radical que, según ella, estaba diseñada para impulsar el crecimiento económico. Pero tuvo que retractarse de esos planes casi inmediatamente después de que ocurriera todo lo contrario. Sus propuestas desencadenaron un colapso económico inmediato del que no se recuperó.
La brevedad de su mandato hace que sea relativamente fácil resumir en qué se equivocó. Sugiero que hubo cinco elementos clave en su ascenso y caída.
Política pobre
Truss practicó una mala política desde el principio de su mandato. Se negó a nombrar a nadie en el gobierno que no hubiera apoyado su campaña, lo que la dejó con una reserva limitada de talento. Su postura de “conmigo o contra mí” (y a los enemigos ni agua) le otorgó fama de revanchista. No fue un buen comienzo. Había una evidente falta de talento en su gabinete y, tras menos de dos meses en el cargo, Truss tuvo que cesar a su ministro de Economía y a su ministra del Interior, los dos puestos más altos del gobierno por debajo del primer ministro.
Proceso de selección pobre
Pero las grietas habían surgido incluso antes de que Truss asumiera el cargo, como resultado directo de la forma en que el Partido Conservador elige a sus líderes. Truss llegó a la ronda final de la contienda más por descarte que por otra cosa y no contó con el apoyo entusiasta de su grupo parlamentario. Para conseguir el liderazgo, se vendió a los miembros de su partido ofreciéndoles políticas fiscales adaptadas a sus necesidades, en lugar de reflejar las necesidades o prioridades del país en general.
Adoptó un incómodo perfil thatcheriano y una estrategia de “carne roja” en términos políticos. El efecto general fue el de una nueva primera ministra que estaba desalineada tanto con el público como con sus correligionarios.
Gestión pobre
El desfase quedó claro desde el momento en que se anunció el automutilado minipresupuesto de Truss. Eliminar las barreras a los bonus de los banqueros y reducir los impuestos a las empresas nunca iba a ser bien recibido en plena crisis del coste de la vida. Su análisis era erróneo, como sabe cualquier estudiante de primer año de ciencias políticas.
Puesta en escena pobre
La política no deja de ser un asunto de personas. Hay que saber comunicar, conectar y empatizar. La inteligencia más relevante para un primer ministro no es la intelectual (tiene expertos) o la financiera (cuenta con asesores), sino la emocional. El hecho es que Truss nunca mostró ser capaz de conectar o de relajarse. Las respuestas a las entrevistas eran siempre demasiado mecánicas, el lenguaje corporal demasiado acartonado.
Posicionamiento pobre
Si lo ocurrido con Truss revela algo es cierto peligro de la constitución británica. Sigue siendo una constitución que concentra el poder y en la que un número increíblemente pequeño de personas puede tomar decisiones muy relevantes con muy poco control o ninguno. Su desprecio por la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria es un ejemplo de ello.
“Pobre, pobre, pobre” podría ser un epitafio adecuado para el tiempo de Truss en el cargo, pero no puedo evitar preguntarme si su experiencia es síntoma de un problema mucho mayor. ¿Es demasiado fácil echar la culpa a Truss? En todo caso, el último mes ha puesto de manifiesto que la política británica carece de objetivos, imaginación y visión de futuro. Realmente no hay nada.
En un contexto post-Brexit, llenar este vacío tiene que ser la principal preocupación de quienquiera que decida aceptar las llaves del número 10 de Downing Street.