El aire caliente recorría las calles de los pueblos en el verano de 1749 y también lo hacían las noticias de que algo se había dictaminado en los despachos reales.

Los gitanos españoles, aquellos que habían sobrevivido durante tres siglos no sólo a las inclemencias del tiempo en los caminos y asentamientos donde ejercían su vida, sino también a los castigos y penas impuestos por su pertenencia étnica, se enfrentaban a un nuevo capítulo de una persecución que ahora venía sellada por el intento de exterminio.

 

Nada nuevo bajo el sol desde los Reyes Católicos

 

La persecución a los gitanos se remonta al siglo XV. Tras su entrada en la península ibérica en 1425, y tras la constatación de que no eran peregrinos sino paganos, con una idiosincrasia y lengua propias, se convirtieron en objetivos de los Reyes Católicos.

La itinerancia, la desvinculación del cristianismo y el desprestigio de los oficios que cursaban, como el chalaneo, no eran a ojos del poder un símbolo de progreso. Así, la Pragmática de Medina del Campo de 1499 inauguró la represión hacia estas comunidades. En ella, además de cuestiones económicas, se especificaron otras tantas que pretendían regular el tránsito de los gitanos en los reinos.

Esta represión se instauró en el tiempo. Cientos de leyes contribuyeron a ello en los siglos posteriores: mutilación, encarcelamiento, separación por sexos, trabajos forzosos en galeras y fábricas de armamento. La única forma de escapar era abandonar los territorios que entonces configuraban España o bien “dejar de ser gitano”, es decir, renunciar a su lengua, sus vestidos y costumbres.

Durante un tiempo, tan sólo partir voluntariamente a las colonias podía ser motivo para conmutar esa pena de “ser gitano”. Pero con Felipe II esta posibilidad expiró en 1586. Y en ese largo transitar, huyendo y siendo percibidos cada vez peor por el resto de la población a causa de su condición, se fraguaron las fronteras culturales, las distancias emocionales y las memorias traumáticas.

 

Un verano más para la memoria traumática

 

La Gran Redada o proyecto de exterminio de gitanos constituye uno de los episodios centrales en la memoria traumática de la comunidad gitana en España. Bajo la aprobación del rey Fernando VI, se ordenó poner en marcha un plan no sólo para expulsar a los gitanos –algo que se había intentado sin éxito en los siglos anteriores–, sino para cortar de raíz su existencia misma.

El marqués de la Ensenada según Jacopo Amigoni. Museo del Prado

Los planes estuvieron diseñados principalmente por el obispo y gobernador del Consejo de Castilla, Gaspar José Vázquez Tablada. Después tomaron forma gracias al marqués de la Ensenada. Este, como secretario de guerra, instruyó a las capitanías generales para cumplir el fin al que estaban destinados e informó de ello a los diversos gobiernos y diócesis de la península, como se aprecia en las cartas y órdenes que reposan en los archivos de todo el país. El ejército a nivel nacional y las autoridades locales se organizaron a tal efecto, para no dejar ningún rincón o escondite sin explorar.

¿Y cuál era ese fin último? En la noche el 29 de julio de 1749 se mandó arrestar y aprisionar a todas las personas gitanas del reino, sin distinción alguna. En ese primer momento fueron detenidos los gitanos a quienes se conocía. Y en los días siguientes se comprobaron los censos para sistematizar la captura y ver quiénes faltaban, interrogando, por supuesto, a los ya capturados.

 

¿Qué les pasó a los gitanos?

 

El exterminio de los gitanos era el objetivo principal, y hubo personajes como el conde de Aranda que propusieron ser tajantes y aniquilarlos.

Sin embargo, las medidas para hacer desaparecer a la población no consistieron en un genocidio físico como el holocausto nazi –aunque en muchos casos la muerte fue el resultado inmediato de las penas impuestas–. Las investigaciones realizadas hasta ahora nos permiten asegurar que la medida principal y más importante fue la separación de hombres y mujeres. Si estos no estaban juntos resultaba imposible la reproducción biológica y, por tanto, la permanencia de una “raza gitana”, de los lazos de sangre.

Así, los hombres fueron enviados a trabajar forzosamente en los arsenales y minas, en Cádiz, Cartagena, Alicante y Almadén, por ejemplo. En cuanto a las mujeres, fueron mandadas a cárceles y fábricas, fundamentalmente para emplearse en el sector textil. Por su parte, los niños mayores de siete años se enviaron con los hombres adultos, mientras que los más pequeños fueron extraídos de sus familias poniéndose a disposición de las instituciones para su reeducación.

Mapa del arsenal de Cartagena al que enviaron a hombres y niños mayores de siete años. Wikimedia Commons

La mortalidad estuvo a la orden del día en los lugares de destino de los apresados, especialmente entre los hombres que trabajan en unas minas donde la peligrosidad se multiplicaba exponencialmente. Pero la muerte también los acechó por las malas condiciones de vida y el hacinamiento, así como por los intentos de amotinamiento y fuga. Estos fueron llevados a cabo generalmente por mujeres, como Rosa Cortés, quien intentó huir de la Real Casa de Misericordia de Zaragoza en enero de 1753 junto a otras gitanas. Tal y como decretó el marqués de la Ensenada, cualquier intento de huida o sabotaje se pagaba con la pena de muerte.

Por último, cabe decir que todas las familias gitanas fueron desposeídas de sus bienes y ahorros, que se emplearon en financiar la redada contra ellos.

 

Las consecuencias tras el indulto de 1765

 

Hasta 1765, durante el reinado de Carlos III, no llegó el indulto que solicitaba la puesta en libertad de los gitanos. La Gran Redada duró más de una década y media e inevitablemente el tiempo pasó factura al pueblo gitano en España.

Lo perdieron todo: sus bienes y trabajos así como sus casas, pues muchas familias gozaban de una situación legal y en cierto modo favorable en comparación con las penurias de antaño. Cuando volvieron a ver la luz del sol no tenían nada más a lo que aferrarse que un episodio traumático que se grabó a fuego en su memoria.

Quizás esta fue la peor de las consecuencias: las nuevas dificultades, volver a empezar, regresar a la itinerancia o, incluso, abandonar el país. Todo ello cargando con la pérdida de amigos y familiares, así como el regreso a donde un día fueron señalados por sus propios vecinos e instituciones que supuestamente debían ampararles.

Todavía debe investigarse más para analizar los efectos de este intento de exterminio que probablemente supere la cifra comúnmente aceptada de 10 000 víctimas desde aquel aciago verano de 1749.