Como cada año, las ciudades de buena parte del mundo, también en España, se engalanan con luces para la Navidad. Pero ¿qué celebramos en estos días para que se genere tal alborozo? Puede que lo primero que brote es la respuesta más obvia: el nacimiento de Jesús de Nazaret. Aunque cierta, la contestación es, cuanto menos, incompleta.
Las tradiciones, entre ellas la Navidad, son un ejercicio siempre abierto de recreación social y cultural, y por tanto constituyen un buen experimento sociológico para pensar las realidades profundas que subyacen a nuestras sociedades.
Detengámonos brevemente a desagregar los distintos elementos que forman parte de la Navidad para entender mejor sus múltiples dimensiones. La base de la festividad descansa en dos hechos fundamentales. Es, a la vez, el solsticio de invierno en el hemisferio norte, con la indudable fuerza que este hito astronómico posee, y el momento en el que la tradición cristiana situó el acontecimiento del nacimiento de Jesús de Nazaret, popularizándose esta celebración en el siglo IV.
¿Nació Jesús un 25 de diciembre?
No sabemos con exactitud cuándo aconteció el natalicio de Jesús, cuestión que no es señalada de modo explícito en los Evangelios. Sin embargo, el criterio de potencia simbólica (la victoria de la luz sobre la sombra a partir del solsticio) parece que tuvo más peso que la precisión histórica a la hora de fijar la fecha del 25 de diciembre.
A esta base se suman, además, otras celebraciones que se suceden en el mismo periodo. En primer lugar, debemos añadir festividades también importantes para el cristianismo, como la Presentación de Jesús (1 de enero), que en la ciudad de Palencia ha dado lugar a la tradición del Bautizo del Niño, o la Epifanía (6 de enero).
Igualmente, en nuestra medición temporal coincide con un gran evento: el final de un año cansado que muere y el inicio fulgurante de otro nuevo, cambio de periodo que en España se canonizó hace más de un siglo con el rito de la ingesta de la docena de uvas.
Continuo ejercicio de actualización de las tradiciones
Aún hay más. Tradición viene del término latino traditio, a su vez procedente de tradere –entregar, transmitir–, lo que remite a un continuado ejercicio de actualización entre el pasado y presente. A lo largo del tiempo, diferentes sociedades han ido incorporando elementos particulares a las tradiciones navideñas: el cascanueces, el caganer de los belenes o personajes que traen regalos a los niños como San Nicolás y su heredero Santa Claus o los Reyes Magos, que desde el siglo XIX comenzaron a pasearse en cabalgatas.
La cultura de masas y la sociedad de consumo igualmente han efectuado sus propias contribuciones: la Navidad es el tiempo de las historias entrecruzadas de amor (como en la película Love actually), un catálogo siempre en actualización de objetos para decorar nuestros hogares o los villancicos navideños que cantan a la paz y a las virtudes de estos días.
En muchas ocasiones estas diferentes dimensiones se retroalimentan entre ellas. Así pues, el éxito de Papá Noel en países como España solo se puede explicar desde la influencia de la cultura de masas y de la hegemonía de los Estados Unidos en este mercado que crecientemente ha difuminado las fronteras entre lo propio y ajeno, haciendo de la Navidad una fiesta global de múltiples significados.
Tantas navidades como personas
Ante esta pléyade de tradiciones y añadidos, tenemos nuevamente que reformular la pregunta de partida. ¿Qué es lo que estamos celebrando en Navidad? Quizá haya tantas navidades como personas. El pluralismo que caracteriza a nuestras sociedades, lejos de entrar en contradicción con la Navidad, establece un interesante diálogo con la celebración. Al fin y al cabo, hemos señalado antes que la Navidad posee múltiples significaciones que permiten que cada uno la viva a su modo, lo que explica también su popularidad.
Sin embargo, hay algo común en todas las distintas experiencias de la Navidad y que nos remite a su interés como experimento sociológico. En las grandes fiestas, que adquieren el perfil de hechos sociales totales capaces de movilizar a toda la sociedad (como se ha estudiado en el caso de la Semana Santa de Sevilla), lo que estamos celebrando es a nosotros mismos, a nuestra sociedad, en tres dimensiones distintas.
En primer lugar, se rememora lo que la sociedad ha sido. En la Navidad, como en tantas otras cuestiones, permanece la huella del cristianismo en la historia y la cultura de sociedades como la española. Tal es así, que elementos con significado religioso como los belenes son con frecuencia vividos desde claves exclusivamente culturales.
En segundo lugar, también se celebra lo que somos y desde lo que somos. Vivimos en una sociedad postsecular. Esto implica reconocer que las religiones poseen una relevante presencia y que un sector importante de la población seguirá viviendo la Navidad desde su religiosidad.
No obstante, y a la vez, es un contexto cada vez más secularizado en el que el significante cristiano de la fiesta ha ido difuminándose. De ahí que el más secular “felices fiestas” haya crecientemente reemplazado al “feliz Navidad”.
No podemos tampoco olvidar que nos encontramos en una sociedad capitalista, profundamente marcada por las lógicas de consumo. Y desde esas dinámicas nos lanzamos a seguir alimentando la mano invisible –casi metafísica– del mercado con el sacrificio –casi religioso– de nuestras tarjetas de crédito, esfuerzo que será continuado con el periodo de penitencia colectiva de la denominada en España “cuesta de enero”. No andaba desacertado Walter Benjamin cuando decía que el capitalismo era una religión, que ha hecho, además, de la Navidad una fiesta muy rentable.
Sin embargo, y en tercer lugar, las fiestas también poseen un elemento de ruptura liminal por el que se cuelan los anhelos y los deseos de aquello que no somos, o que queda lejos de nuestra vida cotidiana.
El tiempo de nostalgia de la comunidad
La Navidad es la vuelta de la magia, en contraste con ese mundo desencantado de la modernidad que llega a su máximo esplendor con la inteligencia artificial. Supone el momento de acordarnos de las personas que más sufren, aunque sea solo en una campaña puntual. Y frente a las dinámicas de segregación e individualización que atraviesan a nuestras sociedades, es el tiempo de la nostalgia de la comunidad que revivimos por unos días en los múltiples encuentros que pondrán en la mesa, quizá solo por una vez al año, a ateos y a creyentes, a izquierdas y a derechas, a los nacidos aquí y allá.
Porque, en definitiva, la Navidad no solo nos revela lo que hemos sido y lo que somos, sino que también aquello que deseamos ser y que tantas veces nos resulta imposible ante los ritmos acelerados y los tiempos de polarización social y política que vivimos. Aquello que hoy resumiría con un adjetivo: un mundo y una sociedad más humanos. Quizá sea éste el anhelo secularizado de lo que la tradición cristiana conmemora en la encarnación.