El nuevo coronavirus es una caja de incertidumbres. Las dudas se acumulan alrededor de las restricciones, de las repercusiones económicas, políticas y sociales. Pero, ante todo, es llamativo cómo un mismo agente es capaz de acabar con la vida de algunas personas mientras que otras apenas sufren unos síntomas más o menos incómodos, y que haya incluso quien pasa por él ignorando su presencia.
¿De qué depende esta variabilidad? A día de hoy, sabemos que ciertos factores pueden influir en el riesgo.
En el momento en que se escribe este artículo, es difícil saber el porcentaje de niños y niñas que adquieren la infección. Unos estudios dicen que se contagian de forma similar a los adultos, otros que lo hacen en una proporción bastante menor.
En cualquier caso, el número de niños infectados es más que suficiente como para saber que en ellos, como sucedió en las epidemias de SARS y MERS —primos hermanos del nuevo coronavirus—, la enfermedad es generalmente leve. Que las complicaciones rayan lo anecdótico y están muy lejos de las vistas en adultos.
Una de las explicaciones más extendidas es que su sistema inmunitario es más fuerte que el de los ancianos. Paradójicamente, se podría decir que es lo contrario. “Es la inmadurez de sus defensas lo que probablemente hace que tengan una mejor respuesta”, explica José Hernández-Rodríguez, médico internista y responsable de la Unidad Clínica de Enfermedades Autoinflamatorias en el Hospital Clínic de Barcelona.
Cuando el organismo recibe al virus, se ponen en marcha dos sistemas de defensa. Uno, el más rápido, es la inmunidad innata, que reconoce patrones comunes en muchos microorganismos. Otro es la inmunidad adaptativa, que incluye a los famosos linfocitos, y que se dirige a partes mucho más específicas del visitante. Ambos sistemas se hablan y orquestan la respuesta.
Con el nuevo coronavirus sucede algo curioso: por alguna razón aún no bien conocida, en algunos pacientes, los más graves, el virus irrita a las defensas hasta desatar una tormenta citoquínica o inflamatoria, como si la amenaza fuera mayor de lo que realmente es.
Esa tormenta provoca lo que los especialistas llaman coloquialmente un pulmón líquido, y es lo que en la gran mayoría de los casos está provocando la muerte. Eso no sucede en los niños, cuyo sistema es incapaz aún de generar una respuesta de tal envergadura. Su aparente debilidad final parece ser la que los protege.
La edad y las paradojas de la inmunidad
Ahora bien, ¿por qué algunos adultos y bastantes más ancianos desarrollan esa tormenta y otros no? “Parece que tiene que ver con el estado de la maquinaria inmunitaria. Los mayores tienen una maquinaria más inflamatoria”, explica Manel Juan, jefe del Servicio de Inmunología en el mismo hospital.
Con el tiempo, las defensas tienden a sufrir un proceso llamado de inmunosenescencia. Eso no supone que sean incapaces de responder, sino que se disponen en un modo de alerta permanente y excesiva, como si estuviesen irritadas, lo que contribuye a que con la edad haya más enfermedades autoinmunes.
Además, “la comunicación entre la inmunidad innata y la adaptativa funciona de manera distinta con la edad”, explica Manel Juan, lo que dificulta frenar a tiempo la respuesta, “y eso aumenta la probabilidad de que tenga lugar la reacción final”. Una reacción que algunos han descrito como “una alarma de humo que nunca se apaga”.
En los niños ese proceso no tiene lugar, pero sus sistemas son suficientes para frenar el avance del virus. Su inmadurez es una ventaja frente a un microorganismo nuevo. “Son más capaces de fabricar anticuerpos de distintos tipos que pueden bloquear al virus”, razona Hernández. “Tienen todas las opciones de respuesta abiertas”, corrobora Juan.
Con el paso del tiempo, las defensas se especializan en atacar a los microorganismos ya conocidos, lo que les ayuda con los que resultan parecidos. Y, como en una autobiografía infecciosa, “las infecciones pasadas pueden influir en el riesgo de desarrollar la tormenta inflamatoria, modulando la respuesta y exagerándola”, asegura Manel Juan. En cambio, los niños tienen menos experiencia, y el abanico de linfocitos capaces de reconocer amenazas nuevas es mayor y más adaptable. “Son más plásticos”, añade Hernández.
La inmadurez les ayuda con este coronavirus, pero no con otras infecciones menos originales. En el caso de la gripe, son tanto los ancianos como los niños de menos de cinco años los más afectados. Y en la gripe española de 1918 se añadió el grupo de los 20 a los 40 años como franja de riesgo.
El cajón de las patologías previas
Cuando hablamos del riesgo de que la COVID-19 acabe siendo mortal, solemos citar la existencia de patologías previas (concomitantes). Lo que explica esta relación es la fragilidad. El cuerpo se expone a un estrés intenso y la condición de base determina su capacidad de resistencia. Pero además pueden darse también factores específicos de cada enfermedad que contribuyan al riesgo.
“Todavía no podemos hacer una valoración sobre cuánto afecta cada patología en particular”, afirma Juan, ya que muchas de ellas tienden a aparecer con la edad y es difícil separar de ella la influencia real. Por el momento, las fuentes oficiales citan estas patologías como aquellas a tener más en cuenta: hipertensión, diabetes, enfermedad cardiovascular, obesidad, un estado inmunitario comprometido, cáncer y enfermedad respiratoria crónica.
En el caso de la enfermedad respiratoria, la asociación parece intuitiva, teniendo en cuenta que la COVID-19 afecta a los pulmones. El cáncer actuaría principalmente a través de la fragilidad, pero también por el uso de ciertas formas de quimioterapia, que disminuyen las defensas de forma drástica y general.
Más dudas generan formas no tan agresivas de inmunosupresión, como fármacos usados en enfermedades autoinmunes y autoinflamatorias.
Un artículo sobre pacientes con artritis tratados con inmunodepresores no detectó un mayor riesgo de que la enfermedad se hiciera más grave en ellos, aunque solo cuatro tenían un diagnóstico confirmado. Otro artículo publicado desde un hospital de Bérgamo (Italia) también plantea la posibilidad de que el riesgo no sea mayor. Sin embargo, este centra las observaciones en niños y hace una revisión errada sobre la experiencia del SARS y el MERS.
Aunque las evidencias son escasas, según Manel Juan podría tener sentido: “La inmunosupresión es un cajón muy genérico, pero en determinados casos podría estar modulando el frágil equilibrio entre prevenir la inflamación excesiva y dar una respuesta suficiente al virus”.
Así opina también José Hernández: “Nosotros estamos estudiándolo en nuestros pacientes y en unas semanas tendremos los primeros resultados”. No hay ninguna certeza aún, y las personas sometidas a estos tratamientos deben seguir escrupulosamente las recomendaciones para protegerse de la infección. Si se confirmaran las observaciones, podría servir para rebajar la ansiedad que muchas sufren en estos momentos.
Qué tiene que ver lo cardiovascular
Una carta publicada en la revista The Lancet Respiratory Medicine dio la voz de alarma: los pacientes con hipertensión y diabetes podrían estar ante un peligro mayor debido a una medicación muy extendida entre ellos, los iECAS y los ARA-II, que aumentarían la principal puerta de entrada del virus en las células, dando lugar a infecciones más graves.
Pero no parece así.
La carta ha sido muy criticada porque los estudios en que se basan son confusos y fueron mal escogidos. No solo no está nada claro que aumenten la puerta de entrada, sino que en la fase aguda de la enfermedad podrían tener hasta un efecto beneficioso, según suieren algunos trabajos.
¿Entonces, por qué estas patologías aumentan el riesgo? De momento son suposiciones. “La enfermedad cardiovascular puede disminuir mucho la capacidad de resistencia ante un estrés así”, comenta Manel Juan. El virus también es capaz de afectar a los tejidos del corazón.
En cuanto a la hipertensión, la asesina silenciosa, “provoca daños invisibles en muchos órganos”, explica el inmunólogo, disminuyendo la resiliencia. La diabetes afecta a la inmunidad y tanto ella como la obesidad provocan un estado de inflamación crónico que podría empeorar el curso de la infección. La obesidad, además, puede disminuir la capacidad pulmonar.
La última explicación propuesta está aún en estudio, pero mucha gente la analiza estos días: todas estas condiciones afectan al endotelio, la pared interna de los vasos sanguíneos. Y la COVID-19 parece provocar un daño endotelial grave y difuso. Esto podría explicar buena parte de su posible gravedad.
El dilema de la carga viral y la dosis infectiva
¿Influye la cantidad de virus presente en el organismo —la llamada carga viral— en el pronóstico? La intuición diría que sí, pero la respuesta no está clara. Según dos preprints, tanto en la región de Lombardía como en un hospital de Guangzhou (China) no parecía haber relación. Por el contrario, en un hospital chino de Nanchang, los pacientes más graves tenían hasta 60 veces más carga viral. Es probable que se estén dando errores en la toma y análisis de las muestras.
Para Manel Juan, “es posible que no haya una relación exacta con la gravedad, pero sea necesario superar cierto umbral en la cantidad de virus para que se dispare la respuesta inflamatoria. Eso justificaría dar antivirales en las fases iniciales para tratar de que no se alcanzase”.
Otro asunto es el de la dosis infectiva, la cantidad de virus que entra en el organismo en el momento inicial. En palabras del investigador Edward Parker, “la carga viral mide cómo de brillante es el fuego en una persona, mientras que la dosis infectiva es [el tamaño de] la chispa que enciende ese fuego”.
Mucha gente tiene en la cabeza la muerte de Li Wenliang, el médico chino de apenas 33 años que alertó del nuevo brote y que murió a causa del coronavirus. ¿Están los sanitarios expuestos a dosis más altas y continuadas del virus, que aumentan su riesgo?
Los estudios no permiten sacar conclusiones por ahora, y los datos de Estados Unidos no parecen alentar la relación, aunque el hecho de que el personal sanitario se haga más pruebas puede confundir el análisis.
Intuitivamente, es difícil de explicar. La dosis infectiva mínima eficaz está alrededor de las cien partículas virales. Por muy alta que sea, a los pocos días el virus ya se ha replicado millones de veces. Y aunque la cantidad inicial afectara a la carga viral final, esta no parece relacionada con el pronóstico.
Para Manel Juan, “es muy improbable que la dosis inicial afecte significativamente. Una posibilidad sería que se reinfectaran varias veces en un corto periodo de tiempo y que el virus tuviera mutaciones secundarias que hicieran reiniciar la respuesta. Pero el virus muta muy poco”.
Sin embargo, hay estudios que demuestran que es posible. En voluntarios inoculados con dosis crecientes de virus de la gripe A, los que recibieron concentraciones mayores presentaron más síntomas.
De ser cierta la hipótesis habría que pensar en la imagen proyectada por el oncólogo y escritor Siddhartha Mukherjee en la revista New Yorker, la de una enfermedad no binaria (infección-no infección), sino como un continuo según la dosis recibida. Eso parece indicar un artículo de 2004 en el que la dosis infectiva se relacionaba con el pronóstico del SARS. El problema es que esa cantidad de virus era la que presentaban los pacientes al ingreso en el hospital, no al inicio de la infección. En condiciones reales, siempre estamos mirando por el espejo retrovisor.
La genética y el ambiente
Varios grupos de investigadores están intentando desentrañar si hay alguna variante en nuestros genes que predispone a algunas personas a tener síntomas más graves. Es el caso, por ejemplo, de la Host Genetic Initiative, que pondrá en común al menos a doce biobancos internacionales.
No se puede predecir qué van a encontrar, pero los tiros apuntan a variaciones en los receptores que usan los virus para entrar a la célula o a la respuesta de defensa generada. En cualquier caso, “los resultados podrían servir para conocer mejor la enfermedad, y muy probablemente no se podrán usar para clasificar el riesgo de cada persona”, alerta José Hernández.
Dentro de la genética podemos considerar también el sexo. Los hombres parecen tener, en promedio, síntomas más graves y un riesgo mayor, como ya sucedió en las epidemias de SARS y MERS.
No se sabe a ciencia cierta el porqué, pero se barajan hipótesis como la influencia beneficiosa de los estrógenos en la respuesta inmunitaria de las mujeres o una peor salud de base en los hombres por hábitos menos saludables como el tabaco. Este ya sería un factor ambiental, como la contaminación del aire: las personas que han vivido durante años en zonas contaminadas parecen tener un riesgo mayor de pasar por síntomas más graves.
El enigma de la infección
Tras todas las dudas, datos e hipótesis, surge una pregunta lógica: si existe tanto conocimiento científico acumulado, ¿por qué no tenemos más certezas acerca del nuevo coronavirus? La respuesta tiene que ver con lo que el pediatra y genetista Jean-Laurent Casanova llama “the infection enigma”. Muchas infecciones tienen un curso diferente según la persona: algunas mueren, otras la controlan sin ningún problema y entre medias están todos los grados posibles.
El problema es que los factores que influyen pueden ser diferentes para cada microorganismo, que cada uno puede llevar su sello de distinción. De alguna manera, cada nueva infección tiene la capacidad de inaugurar su propio campo de estudio.
De momento, seguimos moviéndonos con incertidumbre. También es cierto que, si apareciera rápido una solución radical, apenas nos haríamos estas preguntas. Y lo más probable es que, en no mucho tiempo, nos sorprenda recordar todo lo que ahora mismo desconocemos.
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