Dicen que el diablo está en los detalles. En relación a la COVID-19, un reciente editorial en The BMJ explica cómo al centrar nuestra atención solo en los casos con tos, fiebre o dificultad respiratoria, dejamos de identificar a personas con “manifestaciones inusuales, como pacientes sin síntomas respiratorios o solo síntomas muy leves”.
Al igual que hasta ahora la atención informativa se ha enfocado en su impacto en los hospitales y en las cifras de personas fallecidas, gran parte de la investigación se ha dirigido a conocer la clínica de los casos graves, su manejo en las UCI o los factores que pronostican una peor evolución.
Aun con muchas lagunas, ya sabemos que el nuevo coronavirus SARS-CoV-2, causante de esta enfermedad, daña no solo los pulmones y el aparato respiratorio, sino la mayoría de órganos y sistemas, como el cerebro, los riñones, el hígado, el aparato digestivo, el sistema inmunológico, la coagulación de la sangre, o el corazón y los vasos sanguíneos, en cuya afectación parece estar una de las claves de sus efectos en el cuerpo.
También conocemos que su rápida dispersión se debe a una abrumadora facilidad para transmitirse desde personas que no tienen síntomas (asintomáticas), desde las que los van a tener en unos pocos días (presintomáticas), o desde las que tienen síntomas leves.
La experiencia de los centros de salud
De forma similar a la amplia variedad clínica de los casos graves, el rango de los posibles síntomas leves y moderados es muy extenso. Tanto que, como vemos en los centros de salud, desde donde llevamos dos meses siguiendo a estos pacientes, pueden pasar desapercibidos.
Además de tos, fiebre o dificultad respiratoria, que pueden no manifestarse, otros síntomas posibles son diarreas, náuseas, vómitos, pérdida de apetito, dolor de garganta, dolor de cabeza, dolor u opresión en el pecho, mareos, mocos, afonía, escalofríos, malestar, dolores musculares, urticarias (reacciones en la piel) y otras lesiones cutáneas, pérdida del olfato o del gusto, conjuntivitis, etc. Solos, o en cualquier combinación e intensidad, durante un puñado de días o extendiéndose varias semanas.
La mayoría de ellos son posibles tanto en adultos como en niños y, en ocasiones, empeoran de nuevo tras algunas semanas de mejoría, como si el virus volviera a coger fuerza de pronto en algunas personas.
Los niños que presentan síntomas suelen tenerlos más leves, de menor duración, tienen menos tos o fiebre que los adultos y una frecuencia elevada de síntomas digestivos, como la pérdida de apetito, los vómitos, o la diarrea. Los que necesitan ingreso hospitalario, tanto en planta como en UCI, son una minoría. Incluso la alerta reciente sobre algunos casos infantiles graves de shock sospechosos de estar vinculados a esta patología resultan, de momento, muy excepcionales.
A mediados de marzo empezamos a constatar que la pérdida repentina del olfato es frecuente en adultos y que, en ocasiones, aparece como único síntoma. A finales de mes y mediante comunicaciones informales de médicos italianos a través de redes sociales, comenzamos a relacionar con esta enfermedad la presencia de ciertas lesiones en la piel, como una especie de sabañones en pies y manos, o urticarias similares a las de algunas alergias. En mi limitada experiencia, estas lesiones parecen darse en fases tardías de la enfermedad.
Hace pocos días El País recogía la historia de la primera paciente que superó esta enfermedad en el Hospital 12 de Octubre. El artículo menciona que tras salir de la UCI, “al poco sufrió una alergia, una dermatitis por todo el cuerpo a consecuencia del roce de las sábanas”. Me pregunto si esa “alergia” no pudo haber sido un síntoma más de la COVID-19, como vieron primero los italianos y estamos viendo nosotros ahora.
Saber ver los síntomas
Se insiste en que, para frenar la propagación de esta infección, son fundamentales la detección rápida de los casos nuevos, el aislamiento de los casos sospechosos y los confirmados, el seguimiento de sus contactos, los grandes estudios serológicos que nos den una idea de la extensión de la posible inmunidad en la población y las medidas de higiene y distanciamiento físico. Pero de lo que no se habla y que también es fundamental de cara a la ’desescalada’ es de que el personal sanitario y la ciudadanía debemos identificar con claridad los síntomas sospechosos de esta enfermedad para tomar medidas en cuanto aparezcan.
Mientras se reanuda parte de la actividad industrial no esencial, se deja salir a los niños o se ponen fechas precisas a las fases de desescalada, se avisa de que aquellos con síntomas leves deben quedarse en casa. Pero una gran mayoría todavía cree que si no tiene tos o fiebre, eso no es un coronavirus. Nada más lejos de la realidad.
Por ejemplo, una investigación publicada en JAMA señala cómo, de 5.700 pacientes hospitalizados por esta enfermedad en el área metropolitana de Nueva York, solo un tercio presentaba fiebre al ingreso y que la tasa de coinfección con otros virus (es decir, de una infección simultánea por más de un virus) era muy baja (2,1%). Por tanto, ni podemos guiarnos solo por la presencia de fiebre, ni podemos atribuir la presencia de síntomas tan variados a que los pacientes estén infectados por varios microbios a la vez.
Convivientes con síntomas muy dispares
En estos días en que gran parte de la población lleva semanas sin salir de casa, llama la atención que en una misma familia en la que un miembro tiene síntomas muy claros de COVID-19 (“el gripazo de su vida”) o ha estado ingresado con diagnóstico confirmado, otros convivientes presenten al tiempo, poco antes, o poco después, síntomas muy dispares.
Por ejemplo, los de una bronquiolitis en un bebé, o algo de diarrea y un dolor de garganta “como si le clavasen cuchillos” en su padre, o cansancio y dolor lumbar de una semana en un hermano de 30 años, o una niña con mocos que no quiere comer, o un abuelo con malestar y décimas de fiebre, o una prima con tos seca durante tres semanas y que no huele la lejía, o un adolescente con una sensación en la garganta “como si le estuvieran apretando en el cuello”, o un marido sin antecedentes de jaquecas con dolor de cabeza leve durante unos días, o una novia con una opresión en el pecho, afonía, escalofríos y fiebre, o un niño con “sabañones” en los pies, etc.
Parece lógico pensar que, dado que casi solo se han relacionado entre sí, el germen causante de esos síntomas variopintos sea el mismo y que ha contagiado progresivamente a varios familiares.
Si usted ha presentado síntomas parecidos durante los últimos dos meses, es muy probable que haya padecido esta infección, lo que no debe hacerle cambiar sus pautas de higiene y distanciamiento físico porque, ni lo podemos saber con certeza, ni conocemos todavía si la inmunidad que quede tras la infección pueda protegerle de nuevas infecciones y de que el virus se transmita a otras personas.
En España, como en muchos otros países, los protocolos bajo los que trabajamos nos indican todavía que debemos sospechar de COVID-19 en casos de infección respiratoria aguda , pero esa definición deja fuera un inmenso abanico de posibles presentaciones.
Es urgente modificar esos criterios a medida que tenemos más datos porque si no, muchas de esas infecciones seguirán pasando desapercibidas y se van a seguir contagiando nuevas personas, algunas de las cuales van a morir. Así lo acaban de hacer en Estados Unidos los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC), que han añadido alguno de esos síntomas a la triada original de fiebre, tos y dificultad respiratoria mantenida hasta hace poco.
Además, los trabajadores sanitarios debemos disponer de equipos de protección (EPI) para atender a los pacientes con todo ese espectro de síntomas o, de lo contrario, seguiremos infectándonos y, del mismo modo, algunos de nosotros muriendo.
En la actualidad no tenemos capacidad para realizar las suficientes pruebas fiables que confirmen o descarten la enfermedad en las personas que presentan síntomas, un problema común a gran parte del planeta.
Por lo tanto, en España como en otras regiones de transmisión comunitaria del SARS-CoV-2 (aquellas en las que el virus está ampliamente distribuido), deberíamos sospechar de un posible caso de COVID-19 salvo que podamos demostrar lo contrario ante la aparición de cualquier síntoma de infección aguda ─no solo de síntomas respiratorios─ y actuar en consecuencia.
Si esos síntomas son leves, cualquiera de ellos conllevaría aplicar las pautas de aislamiento domiciliario, higiene y distancia física recomendadas por las autoridades sanitarias para estos casos.
Sospechas de COVID-19
De forma práctica y bajo las actuales circunstancias, unas anginas, una faringitis, una gastroenteritis o un catarro son ahora además una sospecha de COVID-19 porque su causa más probable es el nuevo coronavirus. Si trivializamos estos cuadros, estamos perdidos. En España contamos con la ventaja de no necesitar descartar también enfermedades como la malaria o el dengue, endémicas en otros territorios y que producen síntomas, como la fiebre, comunes a todas ellas.
También habría que sospechar de infección por el nuevo coronavirus en casos característicos como, por ejemplo, los de pérdida repentina del olfato o del gusto, o en la aparición súbita de lesiones en la piel sin otra causa aparente.
A continuación, se debería llamar al centro de salud para comunicarlo, valorar alternativas diagnósticas, facilitar el seguimiento telefónico del paciente y de sus contactos, o para consultar dudas e informar de eventuales empeoramientos.
Mientras no tengamos suficientes pruebas fiables de diagnóstico, estos criterios implican que aislaremos a algunas personas en las que la causa de los síntomas pudiera ser un germen distinto. Pero, por un lado, en muchos de esos casos el aislamiento y la higiene evitarían contagios por ese posible germen alternativo, como el virus de la gripe.
Por otro, la pandemia está tan extendida que nos vamos a equivocar mucho más si obviamos la plausible realidad de que la gran mayoría de esos cuadros banales se deban, en la actualidad, a una infección por coronavirus.
Llamar al médico
También debemos insistir en la necesidad de consultar telefónicamente con sus médicos de familia, pediatras, o enfermeras habituales sobre esta u otras enfermedades que se padezcan y en la de acudir a urgencias si se presentan empeoramientos, fiebre persistente, pérdida de fuerza repentina, fuertes dolores de cabeza, o sensaciones de opresión o dolor en el pecho intensas que pudieran estar enmascarando enfermedades graves como sepsis, ictus, infartos, o un tromboembolismo pulmonar.
Aunque en España ya se pudieran haber infectado algunos millones de personas, la inmensa mayoría de la población no lo ha hecho. Es decir, que si a medida que vayamos saliendo de casa no seguimos de forma rigurosa las medidas de distanciamiento físico e higiene, cualquier nuevo caso puede actuar como una cerilla que se prenda en una caja llena de fósforos.
De hecho, el debate no se centra en si van a producirse repuntes, que están garantizados hasta que no tengamos una vacuna eficaz. Están ocurriendo ya en Hong Kong, Singapur, o Taiwán, territorios más acostumbrados que nosotros a controlar estos brotes epidémicos; y también en Japón y en Alemania. La clave reside en poder detectarlos y atajarlos de forma precoz para que el sistema sanitario atienda de forma adecuada a quienes lo precisen sin necesidad de volver a recluirnos en nuestras casas.
Ayudaría que se pusieran en valor y se reforzasen la atención primaria de salud y la salud pública, que en política se evitase utilizar la crisis como arma arrojadiza, que la ciencia guiara los pasos a seguir y que la comunidad científica dejase de considerar a la COVID-19 como una enfermedad respiratoria porque, aunque el SARS-CoV-2 se transmite mediante secreciones respiratorias y produce neumonías graves, se trata más bien de una enfermedad sistémica que puede expresarse de múltiples formas.
Es prioritario que todos conozcamos esa diversidad para que nos aislemos a la mínima sospecha. El diablo, efectivamente, está en los síntomas leves.
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