La inmunidad de grupo será el giro argumental de esta pandemia. Lejos de conseguirla mediante la infección natural, un espejismo después de los resultados del estudio de seroprevalencia ENE-COVID, la vacuna contra el coronavirus será “la mejor ruta para volver a la normalidad”, tal y como subrayaba hace unos días en su editorial la revista Science Advances.
Ahora hay más de un centenar de candidatas de todo tipo, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), pero solo una decena se está probando ya en humanos. La carrera para evaluar la seguridad y la eficacia de estos fármacos no termina con los ensayos clínicos. Luego habrá que producirlos y distribuirlos sin olvidar un sistema de vigilancia que controle, entre otros, la duración de las defensas contra la nueva enfermedad.
Inmersos en esta vorágine de incógnitas, que muchos esperan despejar en un tiempo récord de 18 meses, hay una pregunta que resuena más bien poco: ¿cuánta gente estará dispuesta a ponerse la vacuna contra la COVID-19?
Como consecuencia del ritmo acelerado de la investigación, que se despliega en directo ante la opinión pública, la seguridad de la vacuna será una preocupación importante entre la población a la hora de aceptarla, señalaron a finales de mayo en la revista JAMA tres investigadoras de la Universidad George Washington (EE UU).
Esta desconfianza no es nueva y va más allá de los antivacunas. Las reticencias a la vacunación fueron el año pasado una de las diez amenazas de salud global, según la OMS. “El espectro de actitudes es muy amplio: va desde el activismo hasta el que no se lo toma seriamente”, confirma a SINC Josep Lobera, sociólogo de la Universidad Autónoma de Madrid.
En Francia, una cuarta parte de los adultos no se vacunarían contra la COVID-19, según la encuesta COCONEL realizada de forma telemática a las dos semanas del confinamiento –entre el 31 de marzo y el 2 de abril– a un millar de personas representativas de la población. Sus autores, inquietos por los resultados, se preguntaron posteriormente en The Lancet: “¿Qué pasa si la gente no quiere la vacuna?”.
El rechazo a la inmunización fue más pronunciado entre las personas con ingresos más bajos, generalmente más expuestos a enfermedades infecciosas; mujeres jóvenes de entre 18 y 35 años, que juegan un papel crucial con respecto a la vacunación infantil; y personas mayores de 75 años, que probablemente tienen más riesgo de sufrir complicaciones por la COVID-19.
Los investigadores aseguraron no sorprenderse por estos resultados, ya que la vacunación había perdido confianza pública en la última década, especialmente en Europa. Una repulsa que se relaciona con actitudes anteriores: el 32 % de los que rechazarían la vacuna contra la COVID-19 también desestimaron la de la gripe, en comparación con el 11 % de los que sí se vacunaron contra el virus estacional.
Vísteme despacio, que tengo prisa
La urgencia por dar con una vacuna ha dibujado “un nuevo paradigma pandémico”. Las distintas etapas de una investigación avanzan en paralelo para acelerar el proceso, explican en un artículo publicado en The New England Journal of Medicine miembros de la Coalición para las Innovaciones en Preparación de las Epidemias (CEPI), que también impulsa y participa en la investigación de varias candidatas.
“En el acaloramiento de esta epidemia, el optimismo por una vacuna ha pasado por encima del problema de aquellos que dudan y rechazan la vacunación, como si la fuerza global de la COVID-19 les hubiese cambiado la mentalidad”, advierten en un artículo un epidemiólogo y un historiador de la Universidad de Harvard (EE UU).
Más allá de las prisas, hay otros factores que influyen en el recelo hacia las vacunas, como la ideología. Según la encuesta francesa, fue más probable que rechazasen la vacuna los que votaron candidatos de extrema derecha o extrema izquierda en las presidenciales de 2017. “Hay partidos políticos que incluso han hecho bandera de ello”, subraya Lobera, que recuerda el denominador común de la desconfianza.
Los antivacunas son pocos, pero muy activos en redes sociales y pueden inclinar la balanza, según un artículo publicado recientemente en la revista Nature. Sus autores dibujaron un mapa de interacciones en Facebook. Los resultados muestran cómo los antivacunas están mejor posicionados y tienen mucha más actividad que los grupos favorables a la vacunación. Como consecuencia, los que están en contra de las vacunas pueden influir en la opinión de aquellos que no están posicionados.
Estos días personajes famosos también han mostrado sus reticencias en público. La rapera británica M.I.A. dijo preferir morir antes de vacunarse contra el coronavirus. El tenista serbio Novak Djokovic expresó sus reservas a una vacuna. Y la influencer española Miranda Makaroff hizo más de lo mismo, tal y como recogen en un artículo de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) los profesores Xavier Bosch y Assumpta Company, investigadores también en el Instituto Catalán de Oncología (ICO).
“La mera disposición de una vacuna es insuficiente para garantizar una amplia protección inmunológica; la vacuna también debe ser aceptada”, advierten las tres científicas estadounidenses, dos de las cuales también pasan consulta pediátrica. Por eso consideran que el trabajo preliminar para la aceptación social de la vacuna debería comenzar cuanto antes, mediante campañas educacionales y de salud pública.
Capitalizar el entusiasmo
La pandemia por coronavirus no es la primera epidemia que sufre la humanidad. Por brotes anteriores, los investigadores saben que el entusiasmo por una vacuna suele ser mucho mayor durante la pandemia, así como antes e inmediatamente después del lanzamiento de la terapia, según una revisión de 1996 de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés).
“El éxito final de una vacuna depende del programa de inmunización”, subrayan sus autores, que ponen en valor la vacunación como una de las estrategias más exitosas para prevenir enfermedades. La viruela es el paradigma de la erradicación global de un patógeno gracias a la vacunación. Y al revés. Las reticencias a la prevención han hecho aumentar un 30 % los casos de sarampión en todo el mundo, según la OMS.
Las tres investigadoras de la Universidad George Washington (EE UU) se sustentan en este estudio, entre otros, para asegurar que “se debería capitalizar el entusiasmo público por la vacuna contra la COVID-19 con un plan de distribución de vacunas rápido y bien organizado”. Pero en su país la situación no es demasiado halagüeña cuando se trata de acelerar plazos. De nuevo, las prisas son malas consejeras.
Solo un tercio de los estadounidenses estarían dispuestos a ser de los primeros en vacunarse contra la COVID-19, según una encuesta estratificada de Morning Consult realizada por internet a 2.200 personas a finales de mayo. Otro tercio preferiría situarse en la franja media del calendario de vacunación, mientras que un 11 % querrían ser de los últimos en recibir una dosis preventiva y un 9 % directamente no se vacunarían. Finalmente, un 15 % asegura no tenerlo claro.
Pueden representar una “amenaza para la inmunidad colectiva”
Otro trabajo preliminar muestra resultados similares en la misma región, en la que casi una cuarta parte de los estadounidenses encuestados no se vacunaría. Sus autores, que comparten las conclusiones preliminares en un artículo en The Conversation, advierten que a pesar de que la mayoría de estadounidenses tengan intención de vacunarse, las tasas de renuncia –del 62 % entre los escépticos y del 48 % entre los antivacunas– pueden representar una “amenaza para la inmunidad colectiva”.
A Josep Lobera estas cifras no le parecen desproporcionadas y advierte: “Estamos en unos márgenes en los que la comunicación científica puede marcar la diferencia y cambiar la inmunidad de grupo”, un umbral que se sitúa entre el 55 % y el 82 % de la población. Y añade: “La comunicación científica transparente es una buena vacuna contra los antivacunas”.
Los investigadores de Harvard se preguntan si “la fuerza” de una epidemia por si sola es suficiente para resolver este problema. Como mínimo, es un momento crítico para reinventar el problema. Una vacuna fallida, que produjera niveles altos de toxicidad entre la población después de salir al mercado, podría provocar una reacción social negativa con “consecuencias devastadoras”.
Por eso, una vez esta pandemia haya caído en el terreno de la memoria histórica, añaden estos expertos, el mejor indicador del éxito será la confianza en la vacuna, no el logro de haberla desarrollado en un tiempo récord.