En las llanuras del sur de Nebraska (Estados Unidos), en un centro de investigación federal, un grupo de científicos juega a ser Dios: rediseñan mediante nuevas técnicas de crianza y operaciones quirúrgicas a los animales de granja con el objetivo de adaptarlos a las necesidades de la industria de la carne del siglo XXI, es decir, manipulan sus organismos para producir más ejemplares con menos costes.
Así, por ejemplo, desde 1986, los científicos llevan quitando ovarios a cientos de cerdas consiguiendo mayores camadas –hasta 14 lechones, en lugar de los ocho habituales–, mientras que las vacas, que normalmente paren una cría, han sido retocadas para que den a luz a dos o tres. Sin embargo, adulterar la naturaleza no es tarea fácil y estos primeros prototipos les están saliendo defectuosos. Demasiado frágiles y deformes, acaban muriendo a los pocos días de nacer ya sea por esa debilidad congénita o, en el caso de los lechones, porque son aplastados por sus madres debido al hacinamiento en el que viven.
Las cerdas llegan a dar a luz a 14 lechones, y las vacas, hasta dos o tres terneros por parto
Las ovejas tampoco se libran de los experimentos. En la búsqueda de rebaños autónomos, que no necesiten ni pastor ni refugio, se abandona a las ovejas embarazadas en campos abiertos para que den a luz con el objetivo de que consigan sobrevivir sin ayuda humana. La mayoría de corderos fallecen por las temperaturas extremas, inanición o entre los dientes de sus depredadores.
Estas escenas podrían formar parte de una película de ciencia ficción pero lo son ya de la realidad. Las viven a diario los animales de granja en el U.S. Meat Animal Research Center (Centro de Investigación de Animales para Carne de Estados Unidos), que funciona desde 1964 financiado por los contribuyentes y que ahora ha sacado a la luz el periodista Michael Moss en una investigación publicada en el diario The New York Times.
Se trata de un complejo de laboratorios y pastizales que se extiende por más de 55 kilómetros cerca de la localidad de Clay Center donde se "desarrollan información científica y nuevas tecnologías para resolver problemas de alta prioridad para las industrias de la carne de Estados Unidos, en concreto, para las industrias de carne porcina, de vacuno y de cordero , con el objetivo de aumentar la eficiencia de la producción”, según detalla la web del Departamento de Agricultura estadounidense, del que depende. Entre sus logros, se encuentran las chuletas de cordero más grandes, el lomo de cerdo menos graso y los filetes más fáciles de masticar.
El centro trabaja con cerca de 30.000 animales atendidos por 44 científicos, 73 técnicos y otros trabajadores menos cualificados. Los investigadores y sus asistentes operan al ganado, a veces haciendo dos o más intervenciones quirúrgicas al mismo animal, sin la presencia de veterinarios.
Sin protección de la ley
La Ley de Bienestar Animal de Estados Unidos, promulgada en 1996, pretende minimizar el sufrimiento animal en la experimentación, pero quedan exentos del cumplimiento de la misma los animales de granja que se emplean en la investigación en beneficio de la industria cárnica. Además, son los propios centros quienes evalúan los detalles de sus estudios.
Tras la publicación del reportaje, muchos actuales y antiguos empleados del centro han defendido la labor del complejo alegando que contribuye a mejorar la vida de los animales y las personas en todo el mundo. Un argumento insuficiente para los animalistas. La Sociedad Estadounidense para la Prevención de la Crueldad contra los Animales (ASPCA, por sus siglas en inglés) ha puesto en marcha una campaña de recogida de firmas para intentar acabar con estas prácticas.
En 2010, más de 62.000 millones de animales terrestres fueron sacrificados para consumo humano, según datos de las Naciones Unidas. Una cifra que no deja de aumentar para satisfacer la creciente demanda mundial de proteína "barata" por parte de cada vez más personas –se espera que la humanidad alcance los 9.000 millones de habitantes en 2050– y de la expansión de las clases medias en los países en desarrollo.
En 2010 se sacrificaron para consumo humano 62.000 millones de animales terrestres
Un tercio de las tierras fértiles del planeta se emplean para producir alimentos destinados a los animales, y la ganadería consume agua en una cantidad de cinco a 10 veces mayor que la agricultura. Las granjas industriales, además de convertir en meras máquinas a las reses, también contribuyen a la contaminación atmosférica, la degradación de los suelos, la contaminación de las aguas y la pérdida de la biodiversidad, y son las principales responsables del calentamiento global, tal y como explica la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) en el informe La larga sombra del ganado.
En los últimos años, diversos organismos internacionales han alertado sobre la insostenibilidad del sistema y plantean a los ciudadanos de los países desarrollados reducir el consumo de carne porque con un pequeño cambio de hábitos alimentarios –al fin y al cabo, una vuelta a las dietas de nuestros abuelos– disminuiríamos significativamente nuestro impacto ambiental. En España, las carnes y sus derivados son los productos estrella de la cesta de la compra, seguidos por el pescado.
La campaña internacional Lunes Sin Carne trata de reducir este consumo masivo. Con la iniciativa se pretende informar a la población de cómo puede mejorar tanto su salud como la vida de los animales y del planeta en general si dejan de ingerir bistecs o hamburguesas aunque sólo sea un día a la semana. Desde el año 2003, miles de ciudadanos de todo el mundo se han ido sumado a esta iniciativa, incluidos personajes como Al Gore y Paul McCartney.
Brian Kateman y Tyler Alterman, investigadores de la universidad estadounidense de Columbia, han acuñado el término reducetarian para denominar a este nuevo perfil de consumidor. El concepto se emplea para definir a aquellas personas que ingieren poca carne, pescado y lácteos pero no los eliminan del todo de su dieta como sí hacen vegetarianos y veganos.
Comentarios