Todos sentimos la influencia de los cánones de belleza. Tanto es así que, aun sabiendo que los estereotipos de “cuerpo ideal” son temporales y cambiantes, cada uno de nosotros podemos identificar al menos una característica que nos hace sentir inseguros.
Si al leer esto ha pensado que tiene las piernas demasiado grandes o que su abdomen es prominente, déjeme decirle que hay más gente en la misma situación. Según datos de la OMS, en 2016 aproximadamente el 39% de los adultos tenían sobrepeso y alrededor de un 13% eran obesos. Es decir, que en una reunión de 10 amigos solo la mitad estaría en su peso ideal en términos de salud.
Más allá de las cuestiones estéticas, tener un peso elevado es un factor de riesgo para las llamadas enfermedades no transmisibles (ENT), que son condiciones crónicas como las patologías cardiovasculares, respiratorias, cánceres y diabetes. De hecho, antes de la pandemia por COVID-19, se consideraba que las ENT eran responsables del 71% de todas las muertes a nivel mundial. Por tanto, una razón para mantener nuestro peso a raya podría ser el simple objetivo de evitar morir a causa de estas enfermedades. La cuestión es, ¿somos capaces de controlar nuestro peso?
Un solo gen no es suficiente
Podemos pensar que engordamos por tener el “gen de la obesidad” (una variante del gen FTO), o que comemos en exceso por una susceptibilidad genética al apetito. Para aquellos que respalden su condición física en el ADN, la ciencia lamenta anunciar que portar un gen para una “enfermedad” no es una condición suficiente para desarrollar la patología. De hecho, la epigenética explica que podamos apagar o encender la expresión de los genes por medio de la metilación del material genético gracias a la influencia de los factores del entorno. De esta forma, nuestros hábitos de vida juegan un papel importante a la hora de prevenir o desarrollar la aparición de una enfermedad.
Entre estos aspectos del estilo de vida, la alimentación es el principal factor de riesgo de mortalidad y morbilidad en todo el mundo. Pero estamos de suerte, ya que al ser un hábito modificable 1 de cada 5 muertes a nivel mundial se podrían evitar mejorando la calidad de la dieta.
Hay evidencia científica de que una alimentación basada en carnes rojas y procesadas, granos refinados y azúcares añadidos aumenta el riesgo de sufrir ciertas enfermedades crónicas, mientras que una dieta rica en frutas, verduras y cereales integrales podría ayudar a prevenirlas. Ahora bien, ¿podemos decidir realmente lo que comemos? ¿O, quizás, no somos los únicos responsables de seguir una dieta de poca calidad?
Barrios pobres, comida menos saludable
La ciencia demuestra que las decisiones alimentarias de cada individuo están condicionadas por el entorno social, cultural y económico que le rodea. Así, por ejemplo, las formas urbanas compactas de los países desarrollados facilitan la cercanía de diversas tiendas de alimentos con una amplia variedad de ofertas. Esto supone un acceso fácil a productos altos en calorías, grasas, azúcares y sal a bajo precio, acompañado de una gran presencia de restaurantes de comida rápida y una publicidad masiva, lo que incita a comer de forma poco saludable. Todo esto parece indicar que las decisiones alimentarias que tomamos están condicionadas por las características del entorno urbano donde residimos.
De hecho, el análisis de los entornos alimentarios ha mostrado que existen diferencias según el nivel socioeconómico: en las zonas de ingresos más altos hay una mayor proporción de supermercados con variedad de alimentos, mientras que en los lugares más pobres predominan los pequeños locales de alimentación. Además, las escuelas que se encuentran en estas áreas de bajos ingresos tienen un mayor acceso a tiendas de comida poco saludable.
Eso implica que quien tiene menor nivel económico y educativo acaba viviendo en sitios que ponen más dificultades para alcanzar una buena alimentación y mira antes el precio que la calidad a la hora de comprar alimentos. En contraste, los grupos de población más ricos y con educación superior tienen la oportunidad de vivir en áreas que favorecen unos hábitos de alimentación adecuados, además de tener mayores conocimientos sobre lo que es sano y más recursos para alcanzarlo.
Trabajar las políticas públicas
Si los grupos más vulnerables viven en entornos menos favorecidos, ¿qué alternativa tienen? Pues bien, se pueden trabajar las políticas públicas para promover estrategias que faciliten el acceso a alimentos saludables en áreas de bajo nivel socioeconómico. Por ejemplo, aumentar la disponibilidad de alimentos específicos, manipular el precio de los productos, usar carteles, etiquetas y promociones ayuda a prevenir la obesidad. Además, es imprescindible fomentar la educación sobre los comportamientos alimentarios saludables para que estos cambios estructurales tengan realmente un efecto en la población.
Por tanto, si nos preocupan nuestra forma de alimentarnos y nuestra salud, revisemos nuestro nivel económico y educativo, pues ambos nos dirán dónde vivimos y cómo comemos. Aunque nos gusta pensar que somos libres para tomar nuestras propias decisiones (dónde y cómo vivir y qué comer), la ciencia advierte que hay múltiples factores que influyen sobre nuestras acciones, como por ejemplo, nuestra ciudad o nuestro barrio. Al fin y al cabo… ¿quién dijo libres?
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