El problema aparece cuando tratamos de definir qué significa exactamente “aprovechar el tiempo”. Dormir, ¿es perderlo? Será fácil llegar a un consenso sobre que descansar no sólo es necesario, sino imprescindible para la salud. Pero, ¿cuánto tiempo necesitamos descansar?, ¿mediante qué tipo de descanso? y ¿el término se refiere sólo al hecho de no trabajar?
Sobre estas cuestiones, y desde un enfoque científico, propio de un neurólogo, escribe Andrew J. Smart en El arte y la ciencia de no hacer nada. El piloto automático del cerebro.
Smart llega a la conclusión de que holgazanear es positivo. Pero, ¿por qué es bueno “hacer el vago”? Antes de responder a esta pregunta, el autor se plantea otra mucho más rompedora: “¿Por qué es bueno trabajar?”.
Smart afirma que "no hacer nada" puede ser beneficioso para nuestra salud
Según su tesis –y a pesar del peso cultural acrecentado durante siglos del valor del esfuerzo frente a los del relajamiento y la tranquilidad– “el hombre no nació para trabajar”. Las investigaciones neurológicas que cita en su libro tienden a darle la razón. “El cerebro es enormemente complejo y no funciona de una forma lineal, no está siempre activo, sino que algunas partes, como el córtex prefrontal, se activan cuando no hacemos nada y te permiten acceder a tu inconsciente, tu creatividad y tus emociones”.
Así, “no hacer nada”, “hacer el vago” o “perder el tiempo” puede ser extremadamente beneficioso para nuestra salud, más allá de lo que aporta un descanso puramente físico. Además nos conecta con una de nuestras capacidades exclusivas como seres humanos: la capacidad de reflexión, de conciencia sobre uno mismo. Para Smart, precisamente la que nos hace humanos.
En la lista de ventajas de la ociosidad, el investigador incluye también una que quizás es la más sorprendente, aunque no deja de tener una lógica aplastante: descansar y relajarnos nos hace más productivos. Una conclusión a la que ya llegaron hace tiempo en el norte de Europa, donde las jornadas laborales excesivamente largas se consideran sinónimo de ineficiencia y no, como en el mundo mediterráneo, de entrega fiel a la empresa.
Pero Smart advierte del error de tomar sus consejos como otra vuelta de tuerca en favor del dogma del productivismo: “No se puede incluir el 'no hacer nada' como otro punto más de la lista de tareas pendientes que hay que ir tachando. Es bueno no hacer nada por el mero hecho de no hacer nada. Quien busque en mi libro recetas para ser más productivo, se equivoca”.
Con la llegada de la revolución industrial se alargaron hasta la extenuación las jornadas laborales de la clase obrera y, peor aún, se hicieron todavía más intensas que extensas. Entonces se pensaba que se trataría de una situación temporal, que los avances tecnológicos permitirían acabar liberando a la humanidad de un trabajo que en un futuro realizarían para nosotros las máquinas.La literatura política del siglo XIX está llena de panfletos utópicos en esta dirección de todo tipo de tendencias ideológicas. Desde el escritor Oscar Wilde hasta el marxista ortodoxo –y yerno del propio Marx– Paul Lafargue, quien escribió un opúsculo llamado El Derecho a la Pereza en que dibujaba un futuro socialista con una clase obrera trabajando unas pocas horas y con unas vidas dedicadas a la familia, la creación artística y el ocio.
Ocio hiperactivo
La historia, pero, no ha seguido precisamente por estos derroteros (al menos por el momento) y el siglo XXI se presenta mucho más ajetreado a pesar de que la tecnología ha permitido un aumento de la productividad que va mucho más allá de lo que seguramente podían soñar hace 200 años.
Las jornadas de 14 horas aún no han pasado totalmente a la historia –sólo hay que recordar los países en desarrollo o las de ciertas profesiones aquí al lado de casa–, a pesar de que la capacidad de producir en este mismo periodo de actividad laboral se ha multiplicado exponencialmente. Y cada vez más sectores ven como se aleja de ellos el viejo sueño de la jornada de ocho horas justo cuando empezaban a disfrutarlo.
Se trata de una disfunción con graves consecuencias sociales y ambientales, generadora de millones de toneladas de productos inútiles y energía malgastada simplemente para mantener en marcha una maquinaria que a menudo no lleva a ninguna parte. Paralelamente, millones de personas sin trabajo se convierten en un potente aviso para los que duden: “Fuera del sistema sólo hay miseria y abandono". Es un lo tomas o lo dejas.
Cada vez más sectores ven como se aleja el viejo sueño de la jornada de ocho horas
Con el desarrollo del consumismo moderno, las conquistas salariales de los trabajadores y los cambios culturales respecto a la idea del ocio, se desató la última ofensiva contra los conceptos de descanso y vagancia.
Hasta hace relativamente poco, las horas de descanso se empleaban tranquilamente en animadas charlas sacando las sillas al fresco de la calle, en largas horas en la taberna consumiendo apenas una o dos cervezas o, en el caso de los niños, dedicando días y días de verano solamente a jugar, tal y como documentan los trabajos del historiador Eric J. Hobsbawm y otros investigadores de la llamada “historia de la vida cotidiana”.
Pero el tiempo libre ha sido colonizado progresivamente por la idea que “no hay que perder el tiempo” ni tan siquiera cuando termina la jornada laboral. De hecho, a partir de este momento se intensifica aún más, si cabe, la exigencia de “aprovechar al máximo para pasarlo bien”. Cursos, eventos, obligaciones sociales y consumo de todo tipo de bienes y servicios –desde cultura y viajes hasta gastronomía o electrónica– para “estar a la última y poder contarlo” se suceden a toda velocidad con el tiempo perfectamente calculado para poder encadenarlos sin descanso.
Con la llegada de los móviles y las redes sociales, esta tendencia se ha acentuado un grado más, con la exigencia de la conectividad permanente. No se puede dejar de responder a un mensaje de WhatsApp, ignorar la última noticia o cotilleo, no tener un tuit gracioso para intervenir en el trending topic del momento. No hay nunca un minuto que perder.
La colonización del ocio hiperactivo afecta incluso a la más tierna infancia. Es una guerra sin cuartel contra el “aburrimiento” y la “pérdida de tiempo”: sólo salir de la escuela, los niños encadenan una retahíla de actividades que van desde el deporte a los idiomas, pasando por la música, la informática o las artes.
Una locura contra la que el libro de Smart es una auténtica medicina preventiva. ¿Hacia dónde va todo esto? “Es obvio que la cadena de trabajar más para ganar más y consumir más no tiene sentido y sólo beneficia las cuentas de resultados de cada vez menos multinacionales. Trabajando menos y con un tiempo de ocio más relajado seríamos más felices”, resume como moraleja de su trabajo.