Greta Thunberg, que la pasada primavera realizó una gira por Europa desplazándose siempre en tren, desembarcó hace unos días en Nueva York, para asistir a la próxima cumbre climática y otros eventos en el continente, tras emplear dos semanas en cruzar el Atlántico en un barco impulsado únicamente por el viento o la electricidad, en un viaje que las condiciones del mar convirtieron en realmente duro.
Lo hizo debido a su rechazo a viajar en avión por su elevado nivel de emisiones de gases de efecto invernadero (aunque el rotativo berlinés Taz reveló que cinco tripulantes tendrían que cruzar el charco volando para llevar el barco de regreso a Europa, según admitió Andreas Kling, portavoz del capitán de la nave, Boris Herrmann, quien también volvió en avión, con lo que Thunberg podría haber generado seis veces más emisiones que si hubiera volado ella misma).
Al margen de esta discutible decisión de la joven sueca (que no vuela desde 2015), y de que poca gente en el mundo puede permitirse viajar en yates eléctricos de amigos ricos, lo cierto es que los aviones contaminan, y mucho, y que que el número de vuelos crece exponencialmente. Entre 1990 y 2010 se duplicó en todo el mundo debido a la irrupción del low cost, mientras sus emisiones aumentaban un 70%, y se espera que la tendencia se mantenga a un ritmo similar durante los próximos veinte años. Cada 0,86 segundos despega un avión en algún aeropuerto de la Tierra, según datos de la Universidad Oberta de Catalunya (UOC).
Un viajero entre Londres y Nueva York contamina igual que calentar un año una casa europea
Y un viaje en avión genera veinte veces más emisiones per cápita que uno en tren. Según cálculos de la Agencia Ambiental Europea (EEA por sus siglas en inglés), realizados sobre la base de un tren con 150 pasajeros y un avión con 88, cada uno de los primeros emite 14 gramos de dióxido de carbono (CO2) por kilómetro recorrido, en comparación con los 285 gramos emitidos si el viaje se hace por vía aérea.
En Suecia se ha generado una conciencia de ello sin parangón en el resto del mundo. En 2009, un vídeo publicitario de la organización ecologista Plane Stupid mostraba una lluvia de osos polares (uno de los animales más amenazados por el calentamiento global) que se estrellaban contra los edificios o caían sobre los coches o directamente las calles de una ciudad. "Un vuelo en Europa produce de media de 400 kilos de gases de efecto invernadero por cada pasajero. Ese es el peso de un oso polar adulto", denunciaba el anuncio.
De esa conciencia ha nacido el flygskam (literalmente, en sueco, 'vergüenza de volar'), un movimiento que logró que el año pasado un 23% de los suecos renunciara a subirse a un avión, según datos del datos del Barómetro del clima de 2019 del Fondo Mundial para la Naturaleza (World Wildlife Fund, WWF), seis puntos porcentuales más que el año anterior. Y de la misma manera surgió el tagskyrt (que reivindica el valor de viajar en tren). La mayoría de esa quinta parte de los encuestados dijo haber optado por viajar en tren pudiendo hacer el mismo trayecto en avión en mucho menos tiempo, y a lo mejor incluso más barato.
1.400 millones de pasajeros el año pasado
No se sabe exactamente cuantas personas se han adherido al movimiento, que carece de una estructura organizativa, pero la página de Facebook Tagsemester ('Vacaciones en tren'), creada por la ambientalista Susanna Elfors para aconsejar a los viajeros sobre medios de transporte alternativos a los aviones, ya tiene más de 100.000 seguidores. Y una cuenta anónima en Instagram con más de 60.000 seguidores expone públicamente a figuras reconocidas que vuelan, mientras el hashtag #StayOnTheGround (PermaneceEnElSuelo) es trending topic en Twitter.
Pablo Díaz, profesor de los Estudios de Economía y Empresa de la UOC, cree que dado que "Suecia es uno de los países más concienciados del mundo en el ámbito ecológico y preocupado por el cambio climático, y se sitúa en la segunda posición en los objetivos de desarrollo sostenible, tiene sentido que sea el origen de este tipo de fenómenos".
La negativa a volar se extiende por los países nórdicos. En Finlandia se llama lentohapea y en los Países Bajos, vliegschaamte. Entre los estudiantes ya tiene un lema: #quedarse en tierra (stay grounded). Pese a los precios baratos, con frecuencia más que los del tren, en Suecia el transporte aéreo va perdiendo pasajeros (un 5% en el primer trimestre del año, según la aerolínea SAS) y los trenes van abarrotados: el año pasado alcanzaron un récord de ocupación.
Francia y los Países Bajos estudian prohibir los vuelos de trayectos que se puedan hacer en tren
En un contexto más amplio, ha nacido la red Stay Grounded, integrada por 118 organizaciones de unos 70 países cuya puesta de largo tuvo lugar el pasado julio en una cumbre sobre decrecimiento aéreo celebrada en Barcelona (cuyos asistentes llegaron por tierra, y los de países lejanos intervinieron por teleconferencia). Forman parte de la misma desde ecologistas tradicionales como Ecologistas en Acción y Amigos de la Tierra, a grupos de oposición a nuevos o ampliados aeropuertos locales, activistas por la justicia climática, tribus en peligro de extinción y oenegés que luchan específicamente contra las emisiones aéreas.
El gran problema es el nacimiento y crecimiento imparable de las compañías low cost. “Ofrecen precios irrisorios para trayectos que pueden ser fácilmente cubiertos por transporte ferroviario", critica Díaz. Y pueden hacerlo porque "el queroseno no paga ni un solo euro en impuestos y los billetes de los vuelos fuera de la UE no están sometidos al IVA", denuncia Núria Blázquez, experta en combustibles y contaminación de Ecologistas en Acción.
"La eliminación de esta subvención encubierta que mantiene los precios artificialmente bajos encarecería los billetes y frenaría el crecimiento disparatado de la aviación" porque "el principio de quien contamina paga debe aplicarse también al sector aéreo", afirma. En su opinión, con el dinero recaudado, que calcula en 17.000 millones de euros anuales, se podría invertir en el tren.
Un informe encargado por la Comisión Europea y filtrado por la ONG Transport & Environment el pasado mayo calculaba que una medida de este tipo haría posible en España una reducción del 11% de los gases emitidos por el sector aéreo, con un aumento del 10% en el precio de los billetes y sin ningún efecto ni sobre el PIB ni en el empleo.
"Si no ofrecemos una respuesta, este sentimiento crecerá y se expandirá", advirtió recientemente Alexandre de Juniac, presidente de la Asociación Internacional de Transporte Aéreo (IATA, por sus siglas en inglés) ante 150 ejecutivos de compañías aéreas. “Mi generación no podrá volar más que para emergencias si nos tomamos en serio la advertencia sobre el límite de 1,5 grados de temperatura”, les avisa Thunberg.
Mientras las emisiones de la aviación se calculan en un 2,5% de las totales, las vinculadas con el turismo rondan el 8%, es decir, un porcentaje similar a los de la industria ganadera o el transporte por carretera, según un estudio publicado en Nature Climate Change. Mientras, los viajes de largo recorrido no para de aumentar: en 2018 hubo 1.400 millones de viajeros internacionales, un 6% más que el año anterior, según la Organización Mundial del Turismo. Del total de las emisiones turísticas, los vuelos suponen el 20%. Un pasajero entre Londres y Nueva York genera las mismas emisiones que un europeo al calentar su casa durante un año, según la Comisión Europea.
En este contexto, el Gobierno francés ha anunciado una ecotasa de 1,5 a 18 euros en los billetes de avión cuya recaudación reinvertirá en inversiones para lograr transportes más ecológicos, y al igual que los Países Bajos, discute en el Parlamento la posibilidad de prohibir los vuelos cuyo recorrido se puede realizar en tren en tres horas o menos.
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