Según datos de la Unión Europea, España produce unos 475 kg de residuos sólidos urbanos per cápita (datos del 2018). La cantidad no es desmesurada comparada con otros países de la Unión. El problema es que reciclamos solo un tercio y más de la mitad (54%) acaba en vertederos controlados (unos 182), un porcentaje que es más del doble de la media europea (un 24% en la UE de los 28).
La Unión mantiene su compromiso de disminuir la cantidad de esos vertidos a un 10% y aumentar el reciclaje de los mismos hasta un 50% por país miembro antes del año 2035, por lo que ya va siendo hora de diseñar nuevas estrategias para alcanzar ese objetivo.
Esa misma fuente de datos nos revela que los países del norte de Europa, como Finlandia y Suecia, pero también Bélgica y los Países Bajos, apenas hacen uso de vertederos. En cambio, es una práctica habitual en los países del sur de Europa, ¿por qué? ¿Cómo consiguen prescindir del uso de vertederos? Para contestar estas preguntas es necesario primero “asumir” que los vertederos son un problema y como tal hay que solucionarlo.
¿Son realmente malos los vertederos?
En la sociedad consumista que vivimos, donde adquirir multitud de bienes es un símbolo de bienestar y estatus social, es prácticamente imposible no tirar algo “viejo” para adquirir algo nuevo y mejor. Y a algún lado tienen que ir los desperdicios, lejos de nuestros hogares (para evitar los impactos visuales y los olores) y donde no haya peligro de que se contaminen los acuíferos (la Ley 22/2011 establece que los vertederos deben estar ubicados lejos de vías fluviales y masas de agua, incluidas las subterráneas).
Encontrar lugares donde poder acumular residuos es complicado porque no solamente la ubicación debe cumplir varios requisitos (mediante un informe preceptivo del Instituto Geológico y Minero de España), sino también hay que tener en cuenta la decisión de que ese terreno no pueda dedicarse para otros usos (quizás más lucrativos). Si además no se reciclan, la “montaña” aumenta y, por mucho que se intente comprimir mediante maquinaria, tendremos que buscar un nuevo lugar para apilar los nuevos que se generen.
Además del espacio, el hecho de que se vayan tapando con capas de tierra, con el fin de que queden enterrados y los desechos se descompongan, hace que los vertederos causen un problema ambiental. La compresión genera anoxia (no hay poros, no hay oxígeno) y la descomposición transcurre en condiciones anaerobias (por microorganismos especializados) haciendo que se emita no sólo dióxido de carbono (CO₂) sino también metano (CH₄ responsable de los malos olores). Ambos gases son causantes del efecto invernadero y del aumento de temperatura de nuestro planeta.
Si el potencial calorífico del CO₂ es 1, el del metano es 25 veces superior, lo que quiere decir que por poco metano que se libere los impactos en el clima de la Tierra son mucho mayores. De hecho, según un informe de la Asociación Internacional de Residuos Sólidos, los vertederos serán responsables del 10 % de las emisiones de gases de efecto invernadero en 2025.
Cómo evitar la generación de residuos
Como con cualquier problema ambiental, la primera opción sería “reducir” la causa del problema siguiendo la tan conocida regla de las 3 erres: Reducir, Reutilizar y Reciclar. Y es aquí donde tenemos que mirar a los países norteños que nos llevan ventaja. Por ejemplo, en Finlandia, la gestión de residuos se basa en un orden de prioridad:
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debe evitarse la generación de residuos;
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si se generan residuos, se deben preparar para su reutilización;
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si la reutilización no es posible, los desechos deben recuperarse principalmente como materiales (reciclados) y, en segundo lugar, como energía;
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los residuos se eliminan en vertederos solo si su recuperación no es técnica o financieramente viable.
Hacer del “destino vertedero” la última opción para los residuos que generemos implica un cambio radical de mentalidad, desde el sector productivo hasta el usuario final.
¿Cuáles son las alternativas?
El tejido industrial debe emplear materiales de fabricación (y empaquetado) que o bien se degraden fácilmente, tengan una vida útil larga (y entonces se tarda mucho en generar los residuos) o bien que puedan ser reciclados. No es una utopía. Hace unos años unos científicos ingleses diseñaron un teléfono móvil biodegradable para Motorola que se convierte en una flor al descomponerse (lleva una semilla en su interior).
Recientemente, el Parlamento Europeo ha aprobado una nueva normativa que obligará a los fabricantes a indicar claramente en el etiquetado del producto cuál es su índice de reparación. Además, las piezas de repuesto deberán estar disponibles “durante un largo período de tiempo después de la compra”. Por ejemplo, siete años “mínimo” para los refrigeradores o diez en el caso de lavadoras y lavavajillas domésticos.
Otra alternativa sería la desgasificación y reutilización del biogas, subproducto resultante de la descomposición de los residuos. Entre los dispositivos de captación los hay verticales y horizontales, pero básicamente consisten en un sistema de aspiración conectado a una red de tuberías que se adentran en el interior de las capas apiladas de residuos y sistemas de conversión del biogas en energía eléctrica.
Existen varias empresas españolas que proporcionan este tipo de infraestructuras, que deben garantizar el control del proceso (incluido el análisis de la composición de los gases producidos) y evitar posibles riesgos (incendios o explosión). La rentabilidad del proceso dependerá del tipo de residuo depositado (cantidad de material biodegradable) y las condiciones ambientales de temperatura, humedad y pH, factores que condicionan la actividad de los descomponedores microbianos.
La tecnología existe, la legislación Europea lo impulsa y el “guante” ha sido recogido por el Gobierno español a través del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico. El Real Decreto 646/2020, de 7 de julio, regula la eliminación de residuos mediante depósito en vertedero.
Nos queda ponerlo en práctica y acometer el problema de los vertederos ilegales, que nos ha puesto en el ojo de Europa durante varios años (con amenazas de enjuiciamiento). Gracias a ello, el número se ha reducido mucho, pero todavía quedan 420 según se ha informado a la UE en 2021. Estamos en el buen camino, pero hay que dejar la velocidad de crucero para pisar el acelerador y alcanzar los objetivos propuestos para 2035.