Francia se convierte en el primer país del mundo en atacar desde la legislación la llamada obsolescencia programada, el diseño deliberado de artículos con una vida útil más corta de la que la tecnología les permitiría tener. En el marco de la Ley de Transición Energética aprobada hace pocas semanas por la Asamblea Nacional (falta la ratificación por el Senado), se prevén multas de hasta 300.000 euros y penas de prisión de hasta dos años a los fabricantes que empleen esta estrategia comercial.
Se trata de la primera vez que una legislación nacional admite la existencia de “técnicas que pueden incluir la introducción deliberada de un defecto, una debilidad, una parada programada, una limitación técnica, incompatibilidad u obstáculos para la reparación” de un producto.
El texto, una propuesta del grupo parlamentario ecologista que fue apoyada por la izquierda en el Gobierno y rechazada en bloque por la derecha, alude a la “urgencia ecológica” de poner fin al despilfarro de recursos naturales, “un 50% más que hace 30 años”, y la generación masiva de residuos: “más de 500 kilos por persona y año”, sin contar los que genera indirectamente debido a los procesos de producción de lo que consume.
Se prevén multas de hasta 300.000 euros y penas de prisión de hasta dos años
Un reciente estudio del Centro Europeo del Consumidor, titulado La obsolescencia programada… las derivas de la sociedad del consumo, señalaba que los antiguos televisores de tubos catódicos podían durar hasta 15 años, mientras que los actuales no pasan de 10. Y que ocho de cada 10 lavadoras tienen las cubetas de plástico, en vez de acero inoxidable, mucho más resistentes a los golpes.
El estudio habla de impresoras que dejan de funcionar al llegar a un número determinado de impresiones; lavadoras que se estropean a los 2.500 lavados exactos y no se pueden reparar; baterías de móviles programadas para que duren menos de dos años; televisores que se mueren a las 20.000 horas de encendido. Los artículos que compramos funcionan cada vez durante menos tiempo, y desde luego su vida útil es mucho más corta que la de sus antecesores tecnológicamente menos avanzados.
El preámbulo de la ley señala que, según la Agencia del Medio Ambiente y la Energía francesa, el concepto de obsolescencia programada “denuncia una estratagema por la cual un bien verá su duración deliberadamente reducida desde su concepción, limitando así su vida útil por razones de modelo económico”. El diseñador industrial estadounidense Brooks Stevens, uno de los primeros en teorizar sobre el tema, hablaba ya en 1954 de la táctica de “inculcar al comprador el deseo de poseer cualquier cosa un poco más reciente, un poco mejor y un poco más de todo lo que es necesario”.
Porque estas prácticas vienen ya de antiguo. El gran ejemplo es la bombilla eléctrica. En 1924, un grupo de grandes fabricantes que incluía a Philips, Osram y General Electrics acordaron limitar la vida de las bombillas a 1.000 horas, pese a que ya se había logrado que aguantaran 2.500. De hecho, hay una bombilla que lleva encendida de manera ininterrumpida desde 1901 en el parque de bomberos de Livermore, en Estados Unidos. Así que el problema no será técnico.
Usar y tirar
Es uno de los muchos ejemplos que aporta el documental Comprar, tirar, comprar, dirigido por Cosima Dannoritzer, una coproducción franco-española que se ha exhibido en televisiones de todo el mundo. La lista es larga: en los años 20 del siglo pasado, las medias de nailon que fabricaba Dupont eran casi irrompibles. No era negocio: a las mujeres les duraban toda la vida. Las de ahora, pocas semanas. La mayoría de las impresoras actuales llevan un chip que las hace dejar de funcionar cuando alcanzan un número determinado de impresiones (pero hay programas de software libre, como el del hacker Vitaly Kiselev, que resetean el chip y las dejan seguir funcionando).
El documental recuerda también que la batería de los primeros iPods duraba entre 9 y 12 meses y no había recambios. Una demanda colectiva contra Apple ante los tribunales forzó su alargamiento a un mínimo de dos años. Y que los coches de hace medio siglo duraban el doble que los actuales, para los que tampoco hay recambios para muchas de sus piezas.
Los fabricantes alegan que la causa es la exigencia por parte del mercado de que los productos sean cada vez más eficientes pero también más baratos. Los opositores a la ley francesa argumentan que su aplicación, que obligará a las empresas a vender piezas de recambio y reparar los productos que no alcancen una determinada duración, supondrá un freno comercial que reducirá el consumo interno y las exportaciones y por tanto agravará la crisis económica.
Los fabricantes quedarán obligados a vender recambios y reparar los productos
Por el contrario, los grupos ecologistas que presentaron la propuesta de ley en el parlamento opinan que “los propios fabricantes se interesarán en producir bienes que duren más, para que así los consumidores no tengan que cambiarlos gratuitamente por otros antes de que expire la fecha límite de la garantía”.
En su último libro, Bon pour la casse (Bueno para chatarra), el economista francés y defensor de las teorías del decrecimiento Serge Latouche distingue tres tipos diferentes de obsolescencia planificada. En primer lugar estaría la técnica, que, aunque siga funcionando, deja al producto anticuado ante las nuevas posibilidades del entorno. En segundo lugar, la que genera en el consumidor la necesidad de renovar un determinado producto o comprar el último modelo a través de la publicidad y el marketing. Por último, el tercer tipo de obsolescencia sería la directamente programada. En su opinión, los tres modelos “funcionan en simbiosis”.
El Comité Económico y Social Europeo (CESE), órgano consultivo de la Unión Europea, aprobó hace un año un dictamen que exige la prohibición total de la obsolescencia programada. Contra la misma, además de obligar a los fabricantes a reparar los productos y sensibilizar a los consumidores para que no caigan en las trampas de la publicidad, el informe propone la implantación de un sistema de etiquetado de durabilidad para que el consumidor pueda decidir si prefiere un producto barato u otro más caro pero más duradero.
El CESE, que opina que las medidas que plantea podrían ayudar a crear miles de puestos de trabajo basados en la reparación de artículos de todo tipo, prepara una encuesta para preguntar a los ciudadanos europeos si estarían dispuestos a pagar un poco más por productos más duraderos. Porque de las decisiones de los compradores depende en última instancia el éxito de la lucha contra la sociedad de consumo desenfrenado y su modelo de usar y tirar que tan grave impacto están dejando en el planeta.
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