La superficie de Singapur en el momento de su independencia, en 1965, era de 58.000 hectáreas. Hoy, en cambio, esta ciudad-estado se extiende sobre 71.000. Un 22% más. Y el gobierno aspira a sumar otras 5.600 hectáreas para 2030.
¿Cómo consigue Singapur aumentar constantemente su pequeño territorio nacional? Ganando terreno al mar a base de verter miles de toneladas de arena y construir sobre esos nuevos terrenos artificiales. Esta manera de proceder es clave en la estrategia de desarrollo económico del país, que trata de convertirlo en un híbrido de Rotterdam (con su enorme puerto comercial) y Suiza (su opaca legislación bancaria es uno de los pilares de su milagro económico).
En la nueva tierra firme impuesta al océano no han florecido los huertos capaces de garantizar la soberanía alimentaria, sino los rascacielos y centros comerciales que han hecho felices a los promotores inmobiliarios y a los especuladores. Y también a los consumidores.
Singapur es el mayor importador mundial de arena y el primer consumidor per cápita
Pero esta agresiva política territorial genera enormes problemas y empieza a tener fuertes opositores. Los primeros, los proveedores de arena. La arena se ha convertido en una materia primera de enorme importancia con el boom de la construcción experimentado en el planeta desde que comenzó el siglo XXI.
Para hacer crecer Singapur se necesitan miles y miles de metros cúbicos. A pesar de su tamaño, un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) del año pasado identificó a la ciudad-estado como el mayor importador mundial de arena y el primer consumidor per cápita. Y aunque parezca que haya cantidades infinitas de este recurso y que no hay que preocuparse por su preservación, cada vez son más los países vecinos de Singapur que empiezan a hacerlo.
El primero en prohibir la exportación de arena fue Malasia, en 1997. En 2007 se le sumó Indonesia y, en 2009, Camboya y Vietnam. Ahora es Myanmar (antigua Birmania) la que debate si adopta la misma medida. Las consecuencias ambientales de los dragados masivos necesarios para extraer tales cantidades de arena son una de las principales razones esgrimidas. La destrucción de los fondos marinos pone en riesgo la economía de las comunidades de pescadores, mientras la sensación de que “se está vendiendo el país” ha despertado los sentimientos nacionalistas.
Además del abastecimiento –que el Gobierno trata de resolver acumulando stocks– el avance del litoral de Singapur le ha comportado enfrentamientos con las vecinas Malasia e Indonesia, países de los que sólo le separan unos pocos kilómetros de mar y con los que comparte el estrecho de Malaca, uno de los pasos de navegación comercial más transitados del planeta.
Malasia acusa a Singapur de violar su soberanía, dañar el medio ambiente y amenazar la subsistencia de sus pescadores con el vertido de miles de toneladas de arena en el estrecho de Johor. El caso ha sido denunciado ante la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (Convemar), que debe emitir un arbitraje. Y aunque lo más probable es que todo acabe en una resolución amistosa, el ejemplo no deja de ser paradigmático de las consecuencias que llegan a tener estas faraónicas obras.
Guerra de rocas
Pero Singapur no es el único país en hacer crecer sus costas artificialmente. Desde el siglo XIX, ésta es una práctica común en Japón –que ha crecido 25.000 hectáreas sólo en la bahía de Tokio– o China. En el gigante asiático se ha creado artificialmente Nanhui, una nueva ciudad cerca de Shanghái, y Hong Kong prácticamente ha dejado de ser una isla como consecuencia del continuo crecimiento del puerto Victoria.
Pero es en los pequeños islotes y atolones del mar de China donde esta batalla contra el mar genera mayores tensiones políticas. Científicos japoneses lograron hacer crecer artificialmente las conchas de un pequeño organismo unicelular en la remota isla de Okinotorishima. El objetivo era que este casi invisible atolón pasara a ser considerado legalmente una isla lo que, según el reglamento del Convemar, daría al país nipón derechos sobre aguas territoriales en un radio de 12 millas náuticas (22 kilómetros) y una zona económica exclusiva de otras 200 millas.
China se opone, alegando que esta roca no puede ser considerada una isla al no poder sostener autónomamente la vida humana. Pero al mismo tiempo utiliza la misma táctica en las “elevaciones de bajamar” en zonas bajo su soberanía en el mar de la China Meridional, en las que ha volcado miles de toneladas de arena para tratar de convertirlas en islas donde sus guardacostas y pescadores puedan establecer bases.
Los ecologistas critican la construcción de hoteles flotantes en los atolones vírgenes
Estos esfuerzos vienen motivados por el deseo de reforzar las pretensiones territoriales que China plantea sobre el conjunto de las aguas que comparte con Filipinas, Taiwán, Vietnam y Malasia. Porque, aparte de motivos simbólicos y geopolíticos, ¿qué interés podría tener China en extender su control sobre estas vastas superficies marinas? Pues según algunos analistas, una vez fracasadas las prospecciones petrolíferas, sería precisamente la arena el principal recurso económico a obtener de ellas.
A miles de kilómetros, en pleno océano Índico, se encuentra Maldivas, una pequeña república independiente formada por 1.200 islas, de las cuales sólo 203 están habitadas. Su remota situación y la belleza de sus playas y atolones vírgenes han convertido el archipiélago en un destino de moda para el turismo de lujo.
Los proyectos de nuevos hoteles e infraestructuras se han multiplicado, en numerosos casos mediante construcciones flotantes en atolones deshabitados, una empresa especializada en erigir todo tipo de estructuras encima del agua.
Desde Waterstudio se defienden las bondades ambientales de sus proyectos: “Si un siglo después eliminas nuestro proyecto, no quedarán cicatrices en el paisaje, porque son edificios flotantes. No hay obras, no vertemos toneladas de arena ni dañamos el medio ambiente”. Unas características especialmente interesantes para Maldivas, cuyo paisaje es precisamente su mayor recurso económico.
El movimiento ecologista no lo tiene tan claro. Desde Greenpeace, por ejemplo, se ha criticado duramente la explotación turística de estos atolones: “Estos espacios coralinos son extremadamente sensibles, y es por dicha razón que se encuentran supuestamente protegidos. Al convertirlos en un destino de turismo masivo, se pone en riesgo su frágil ecosistema”, señala.
Yendo más allá, desde la organización ambientalista se discuten los motivos para optar por la construcción flotante: “Es lógico preguntarse si la opción de los hoteles flotantes se debe a un genuino respeto por el medio ambiente o al hecho de que no existe una franja costera sobre la que se pueda construir”.