Existen en el planeta 22 megaciudades que superan los 10 millones de habitantes. Como no es fácil definir donde comienzan y terminan tan inmensas conurbaciones, los numerosos rankings que las clasifican por su población no siempre coinciden en el orden. Algunos concluyen que la mayor del mundo es la Tokio-Yokohama, en Japón, con más de 35 millones de habitantes. Y la segunda, la que configura en Estados Unidos el triángulo Nueva York-Nueva Jersey-Connecticut, con 23,5 millones.
Pero la gran mayoría de estás megalópolis –y las que más crecen– se encuentran en países empobrecidos. Mumbai, Delhi, México, São Paulo, Shanghái o Yakarta superan ya los 20 millones de almas. Se trata de inmensas aglomeraciones humanas que se expanden vertiginosamente –hace 40 años existían sólo tres ciudades de esta magnitud– debido al crecimiento de la población mundial y al masivo éxodo desde las zonas rurales.
Aunque haya desparecido del debate público, este movimiento parece imparable, y sus consecuencias futuras todavía son desconocidas. Nunca antes en toda la historia de la humanidad se había producido un fenómeno similar.
Las conurbaciones representan el 50% de la población sobre tan sólo el 2% del territorio
Con más de 7.000 millones de personas viviendo en la Tierra, las ciudades ofrecen la solución más eficaz para alojarlas. Resulta difícil imaginar tal cantidad de población diseminada en pequeños y pintorescos pueblecitos. Además, en el marco del sistema económico actual resultan el motor más eficaz: más de la mitad de la riqueza mundial se genera en sólo 25 ciudades. En la inmensa trama urbana formada por Nueva York, Boston, Filadelfia y Washington se concentra la mitad del Producto Interior Bruto de los Estados Unidos, la primera potencia económica del planeta.
Las oportunidades de promoción personal que, en comparación con las áreas rurales, ofrecen las ciudades las convierten en poderosos imanes que atraen a más y más personas. La contrapartida que dejan atrás son áreas rurales –sobre todo en zonas de secano– enormemente despobladas y envejecidas.
Pero, ¿hasta qué punto es incontestable este éxito de lo urbano? ¿Cómo es posible que, a pesar del ahorro en espacio, las ciudades sean tan ineficientes energéticamente?
A nivel global, las ciudades representan el 50% de la población sobre tan sólo el 2% del territorio. Pero también el consumo del 75% de la energía. Hasta el 82% del gas natural, el 76% del carbón y el 63% del petróleo se queman en zonas urbanas pese a que, en teoría, están diseñadas para hacer posibles grandes ahorros en transporte –el principal consumidor de energía– y en calefacción –en los bloques de pisos, que representan sólo una parte de las viviendas urbanas–.
Londres concentra alrededor del 15% de la población del Reino Unido en apenas 1.580 kilómetros cuadrados. Pero consume las tres cuartas partes de la energía del país. Para alimentarla son necesarios cultivos, rebaños y bosques que ocupan 196.800 kilómetros cuadrados, el 75% de la superficie de Gran Bretaña. A esto habría que sumar el espacio necesario para depositar o tratar los 15 millones de toneladas de residuos sólidos que genera, y los 66 millones de toneladas de dióxido de carbono que emite.
Reservas habitables
A la ineficiencia energética se le suma la territorial. La mayoría de las grandes ciudades se ubica –no por casualidad– en las zonas más fértiles. Su crecimiento se hace a costa de asfaltar algunas de las áreas agrícolas más productivas del globo. Uno de los ejemplos más claros es el de Egipto. El que fuera durante siglos el granero del mundo debe hoy importar cereales. El aumento exponencial de su población, asentada en la extremadamente feraz pero restringida área irrigada por el Nilo, se convierte en una de las principales amenazas para la viabilidad del país.
También es necesario tener en cuenta los problemas de contaminación. A pesar de los esfuerzos, la limpieza del aire es un problema en todas las grandes ciudades del mundo. Aunque hay diferencias entre París y Delhi –la ciudad más polucionada del mundo según la Organización Mundial de la Salud (OMS)– tampoco las urbes europeas dejan de ser peligrosas para sus habitantes y los de sus alrededores. Los gases y humos de París se extienden hasta 100 kilómetros a su alrededor y –otra vez según la OMS– sólo el 12% de los habitantes de ciudades respiran aire razonablemente limpio.
Aún más preocupante es la contaminación del agua, menos mediática porque afecta en general al mundo en desarrollo. Gran parte de la población urbana de los países emergentes tiene problemas para acceder al agua potable. El río Riachuelo (Argentina), del que beben más de 12 millones de personas, acumula una concentración de metales pesados 50 veces mayor de la permitida; Ciudad de México, con 21 millones de habitantes, tiene sus acuíferos prácticamente agotados y, en Shanghái, con otros 23 millones, éstos se han salinizado. Unos problemas que, con el cambio climático y la previsible subida del nivel del mar que causará –la mayoría de las grandes ciudades son costeras– van a ir muy a peor.
El problema de la sostenibilidad de las megalópolis tiene un hueco en la agenda política global al menos desde principios de siglo y algunas de estas ciudades se han puesto manos a la obra para tratar de paliar algunos de los problemas más graves.
Heinberg predice un colapso de las urbes tras el fracaso del modelo económico
Las ordenanzas para limitar el uso del transporte privado están a la orden del día en la mayoría de países europeos –aunque España aparezca claramente retrasada en la materia– y las inversiones masivas en transporte público –con resultados espectaculares– ya llegan a las ciudades del mundo en desarrollo, como ejemplifica la revolución vivida por Bogotá (Colombia) en los últimos años.
Las dudas son si este esfuerzo será suficiente y si afronta la globalidad del problema. El escritor canadiense Andrew Nikiforuk alerta en su libro The energy of slaves: oil and the new servitude (La energía de los esclavos: el petróleo y la nueva servidumbre) sobre cómo el encarecimiento de la energía a medida que los combustibles fósiles vayan agotándose puede poner en peligro el abastecimiento de alimentos a las urbes –que a menudo llegan desde miles de kilómetros de distancia– y también la potabilización del agua imprescindibles para la vida de millones de personas. Y señala que graves consecuencias sociales, políticas, económicas y ambientales pueden derivarse de ello. El cambio climático, las desigualdades socioeconómicas, la falta de planificación urbana y el agotamiento de recursos básicos como la tierra fértil o el agua dulce no harán sino agravar estos problemas.
Richard Heinberg, ecólogo y escritor norteamericano, en su libro The end of growth (El final del crecimiento) aún va más lejos y predice un colapso de las ciudades tras el fracaso del modelo económico que las construyó y encumbró, a causa del agotamiento de los recursos naturales y los desajustes del capitalismo desregulado.
Sólo un cambio en profundidad que aplique una revisión profunda del modelo productivo y de nuestro estilo de vida consumista podría convertir las ciudades en la reserva habitable que necesita la especie humana para garantizar su supervivencia sin destruir al resto de formas de vida del planeta, avisa el urbanista australiano Herbert Girardet. Esperemos que no sea en balde.
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