En 1986, la cadena estadounidense de comida rápida McDonald's abría un nuevo establecimiento a sólo unos pasos de la elegante y monumental escalinata de 135 peldaños sobre la que se erige la iglesia de la Trinità dei Monti, y más cerca aún de la Fontana della Barcaccia, esculpida en el siglo XVII por Pietro y su célebre hijo Gian Lorenzo Bernini. El Big Mac se hacía un hueco en un lugar mágico de Roma: la Piazza di Spagna.
La conquista no dejó indiferente al gastrónomo piamontés Carlo Petrini, quien fundó ese mismo año en Italia el movimiento Slow Food bajo el nombre originario de Arcigola. En 1989 se constituyó en París (Francia) el movimiento internacional Slow Food y en 2002 nacería la Fundación Slow Food por la Biodiversidad.
Slow Food es una asociación sin ánimo de lucro que cuenta con más de 100.000 socios repartidos en 150 países. La organización se posiciona en contra de la estandarización del gusto y promueve la relación entre comida y placer, cultura, tradición, identidad y estilo de vida.
Asimismo, busca salvaguardar las tradiciones gastronómicas regionales, los productos y los métodos de cultivo autóctonos, y fomenta la producción local y un modelo de agricultura menos agresivo –por supuesto, se opone al control de las multinacionales sobre la producción agrícola y a los transgénicos–. Así, su filosofía abarca las esferas de la ecología, la gastronomía, la ética y el placer.
Su lema, acompañado por el símbolo de un caracol, el animal lento por excelencia, es Bueno, limpio y justo. Bueno porque los alimentos deben ser sanos y generar placer; limpio, porque su producción debe ser respetuosa con el medio ambiente y con los animales, y justo porque los agricultores y ganaderos deben recibir una remuneración digna, señala el ideario de la organización.
Como no podía ser de otra manera, el movimiento que mima la buena comida tiene sus raíces en Italia, el país de la dolce vita, donde las familias se reúnen alrededor de una mesa durante largas horas valorando y apreciando el sabor de los platos que van y vienen.
La buena comida también puede degustarse en nuestro país. En pleno centro de Barcelona, en el barrio del Raval, se encuentra el restaurante Mam i Teca. Abrió sus puertas en 2003 y está reconocido desde 2009 como local Slow Food y Kilómetro 0 (lo que significa trabajar con productos de proximidad). "Fue el primero y el único que había ese año en la ciudad", explica su propietario, Alfons Bach. Pese a estas distinciones, ya funcionaba desde que se puso en marcha con los criterios que le permitirían obtener el reconocimiento como miembro del movimiento.
Slow Food cuenta con más de 100.000 socios en 150 países que impulsan un modo de vida relajado
"Siempre que sea posible, utilizo productos locales, de calidad, que sean respetuosos con el medio ambiente, e intento favorecer la economía de la zona, mantener el máximo contacto con el productor y pagarle un precio justo", explica Bach. La carne y el 80% de la verdura, ecológicas, son de territorio catalán; el pescado, del Mediterráneo. En varias de sus recetas emplea el pescado sin precio, variedades que, por la abundancia de sus capturas, son poco valoradas en el mercado. "Todo el mundo quiere rape y merluza y no entiende que así se acabará con esas especies. Hay que combinarlas con otro tipo de pescado", sentencia.
Los productos que no se pueden obtener en las cercanías se adquieren más lejos, pero siguiendo siempre los criterios ecológicos y de comercio justo. Por ejemplo, el jamón ibérico de bellota es de Guijuelo (Salamanca). "Mucha gente se cree que ser restaurante Km0 es restrictivo para el cliente. En realidad no es así. Ofrecemos un mínimo de cinco platos ecológicos y Km0, pero en el resto hay libertad de elección", aclara Bach, quien añade: "Lo que no permitimos en ningún caso son especies en peligro de extinción, ni productos transgénicos".
En el Mam i Teca hay una carta fija y una pizarra con los platos del día. El plato estrella son las costillas de cerdo en adobo con garbanzos y butifarra negra. En temporada, triunfa el pescado guisado con alcachofas.
La enfermedad del tiempo
El ejemplo de Slow Food ha dado pie a la exportación del modo de vida lento a otros ámbitos, como el gobierno de las ciudades, el sexo o la educación. El médico estadounidense Larry Dossey utilizó en 1982 la expresión "enfermedad del tiempo" para describir la obsesión humana de que "el tiempo se aleja, no lo hay en suficiente cantidad y se debe pedalear cada vez más rápido para mantenerse vivo". La noción del tiempo que "fluye" puede actuar profundamente sobre nuestra salud, según el análisis de Dossey en su libro Space, Time and Medicine (Espacio, tiempo y medicina).
Con la modernidad, las sociedades, sobre todo las occidentales, han incorporado la obsesión por ahorrar tiempo y ésta ha dejado huella en la salud mental y física de las personas. En muchas ocasiones es la causa del estrés que provoca insomnio, problemas gastrointestinales, depresión, dolores de cabeza y otras dolencias.
"Tenemos una relación neurótica con el tiempo. Lo vemos como un matón al que temer o vencer, o como un recurso limitado que hay que apresurarse a explotar lo más rápido posible. Esto nos lleva a primar la cantidad antes que la calidad. Abarrotamos nuestras agendas con actividades y estímulos con la falsa creencia de que es la mejor manera de hacer uso de nuestro tiempo. Pero no lo es. La mejor manera de aprovecharlo es hacer menos cosas, pero para dedicarles toda tu atención y amor", explica Carl Honoré, una de las figuras más importantes del movimiento Slow, una filosofía de vida que propone parar el frenético ritmo impuesto por las agujas del reloj. "Ha llegado el momento de reducir la velocidad. Y todos lo sabemos", añade.
El movimiento Slow, cuyas raíces están en el ejemplo de Slow Food, defiende que el ritmo rápido no puede estar presente en todos los aspectos de la vida, si no que cada momento requiere de una marcha distinta. Por ello, hay que buscar la velocidad apropiada, el equilibrio. "El dogma central del movimiento Slow es el de tomarte el tiempo necesario para hacer las cosas como es debido y, en consecuencia, disfrutar más de ellas. Sea cual fuere su efecto sobre el balance económico, la filosofía del movimiento proporciona las cosas que realmente nos hacen felices: buena salud, un medio ambiente en buen estado, comunidades y relaciones fuertes y vernos libres del perpetuo apresuramiento", sentencia Honoré en su libro Elogio de la lentitud.
Vivir con prisas nos conduce a una existencia superficial. "Sólo tocamos la superficie del placer. Vamos por las emociones rápidas y fáciles que proceden de vivir y consumir rápidamente", dice Honoré, quien hace especial hincapié en la falta de "un verdadero contacto con el mundo o las demás personas". Una carencia de profundidad que se ha visto potenciada por la llegada y el abuso de las nuevas tecnologías.
El cambio es posible
El modelo de vida que propone el movimiento Slow va ganando adeptos. "La gente está empezando a entender que necesitamos un cambio profundo en la forma en que manejamos nuestras economías y sociedades, y en la manera de vivir juntos. Hay hambre de cambio, de hacer las cosas de manera diferente, para vivir a la velocidad adecuada y no tan rápido como sea posible", opina Honoré.
Para este periodista escocés, la crisis económica de los últimos años ha recordado a la población que nuestro modo rápido de vivir –crecimiento, ganancias y consumo rápidos– es "pernicioso e insostenible". "Creo que el movimiento Slow está en el mismo punto que el feminismo o ecologismo hace 30 o 40 años. No cambiaremos el mundo ni lo ralentizaremos el próximo mes o el próximo año. Pero sucederá", dice confiado.
Algunas familias se han mudado a Gijón para que sus hijos puedan estudiar en la escuela Andolina
La cultura de la rapidez afecta sobre todo a los niños. "Vivir como adultos muy atareados deja poco tiempo para la actividad propia de la infancia. [...] También tiene efectos nocivos sobre la salud, ya que los niños son menos capaces de adaptarse a la privación de sueño y al estrés que constituyen el precio de llevar una vida apresurada, frenética", argumenta Honoré. Los más pequeños se topan con el modelo rápido tanto en casa como en las escuelas y crecen inmersos en el mismo.
A finales de 2002, Maurice Holt, profesor emérito de educación en la Universidad de Colorado (Estados Unidos), publicó el manifiesto Slow Schooling (escolarización lenta), que promueve el aprendizaje a un ritmo más pausado, adaptado a los tiempos de cada niño.
"Un grupo de padres y madres reflexionábamos sobre la escolarización y no encontrábamos ninguna opción que encajara con lo que nosotros queríamos desde el punto de vista del desarrollo individual de cada niño, así que nos animamos a crear algo propio, a nuestra medida", explica Nuria Carvajal, una de las promotoras y miembro del consejo rector del Colegio Andolina, un particular centro privado, mixto y laico de Educación Infantil y Primaria organizado en cooperativa y ubicado a las afueras de Gijón (Asturias).
En el Andolina, los alumnos no se mueven al dictado de un plan de trabajo estricto, ni cambian de aula al sonar un timbre, ni pasan todo el día encerrados entre cuatro paredes viendo caer las hojas de los árboles sentados en una silla. "No funcionamos con horarios fijos –salvo para las asambleas y una hora de taller– sino que éstos se adaptan a los niños y a sus necesidades porque el proceso evolutivo de cada uno es distinto", explica. Lo que nunca falta, siempre que se puede y si ellos quieren, es el contacto con la naturaleza.
"Promovemos el respeto de los niños a los profesores, a los compañeros y a los materiales. También el compromiso, la responsabilidad, la autonomía y la libertad. siempre con unos límites y con unas normas", afirma Carvajal, quien añade: "cuando toman por su parte la iniciativa es mucho mejor, porque aprenden mucho más rápido y asimilan mucho más".
Es el segundo año del Andolina y todo va viento en popa. Según Carvajal, los 52 alumnos del colegio, que tienen de tres a diez años, están "encantados en un ambiente relajado y tranquilo en el que pueden ser ellos mismos". Sin embargo, los más pequeños se adaptan mas fácilmente que los mayores, que proceden de la enseñanza tradicional, aclara.
Cada año acceden a la escuela 11 nuevos niños y hay ya lista de espera para una plaza. Incluso hay familias que se han replanteado enteramente su vida y se han desplazado a Gijón para poder enseñar a sus hijos que otra manera de vivir es posible.