El 12 de diciembre está previsto que los líderes europeos fijen el nuevo porcentaje límite de uso en el transporte hasta 2020 de los llamados biocombustibles de primera generación, o sea, aquellos procedentes de cultivos originalmente alimentarios, como la soja, la palma, el maíz o la caña de azúcar.

Las posiciones en el debate son bastante divergentes: el porcentaje autorizado hasta ahora era del 10%. La Comisión Europea propuso rebajarlo hasta el 5%. Anteriormente, el Parlamento Europeo votó por un 6%, aunque en esta cifra incluía también aquellos carburantes vegetales procedentes de cultivos no alimentarios. Pero algunos gobiernos, entre ellos el español, van más allá y proponen hasta un 8%.

Para los defensores de los biocombustibles, éstos son una alternativa sostenible frente a al previsible agotamiento de los combustibles fósiles, y además, al resultar menos contaminantes, ayudan a combatir el cambio climático, pero las organizaciones ecologistas y de cooperación al desarrollo advierten desde hace años de los dramáticos efectos sociales y ambientales de la reconversión de extensas áreas en África, Asia o América, antes dedicadas a producir alimentos, a monocultivos agroindustriales.

Incluso la OCDE, el FMI, la OMC o el Banco Mundial abogan por reducir su producción 

En un mundo con una población creciente y con los precios de los alimentos incrementándose de forma exponencial –lo que ya ha generado disturbios y conflictos en muchos países– cada vez son más las voces que consideran que es más prioritario alimentar personas que motores.

Instituciones tan poco sospechosas de radicalismo ambiental como el Banco Mundial, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, la Organización Mundial del Comercio, el Fondo Monetario Internacional y al menos cinco agencias de la ONU aconsejaron al G20 que suprimiera los objetivos de producción mínima anual de agrocombustibles.

Otros, como el ex-relator especial de la ONU sobre alimentación, Jean Ziegler, los consideran un “crimen contra la humanidad” en un planeta en el que “muere un menor de 10 años a causa del hambre y enfermedades relacionadas cada cinco segundos”.

Pero ya no sólo se trata de la competición con las necesidades alimentarias, que es directa en el caso de la soja, el trigo o el maíz, o indirecta, al acaparar enormes cantidades de agua y tierra fértil, cuando se cultivan jatropha o pongamia.

Los detractores de los agrocombustibles también denuncian la deforestación que provocan los cultivos energéticos, así como sus dudosas virtudes ambientales. Se calcula que se necesitan hasta 2.500 litros de agua para producir un litro de biocombustible. Además, de una eficiencia energética tan escasa que por sí sola no justificaría su uso.

 

Mayores emisiones de CO2

 

Pero ¿cuáles son las alternativas, entonces? Desde Ecologistas en Acción lo tienen muy claro: “Los compromisos obligatorios necesarios son los de reducción de los consumos energéticos”. Mientras tanto, el resto de políticas “no tienen ningún sentido, por no contribuir a paliar la crisis energética y climática”, advierten.

Desde esta organización ambientalista se denuncia lo que consideran la “radicalidad” del Gobierno español, situado en el grupo partidario de un límite mucho más elevado de agrocombustibles. Unos porcentajes que, además, podrían verse ampliamente modificados al alza en cada país miembro por tratarse esta cifra de una media europea.

Esto permitiría crear una especie de “transferencia estadística” por medio de la cual los países que no van a agotar su límite –por decisión política o por su reducida superficie dedicada a la actividad agrícola– podrían ceder parte de sus cuotas a otros. El ministro de Agricultura, Miguel Arias Cañete, cifró la capacidad española de producción de biocombustibles en un 20% de las necesidades de consumo nacional.

España, gran defensora del sector, recibió 1.200 millones en ayudas europeas para el mismo

La Coalición Clima, la Plataforma Rural y la Plataforma por un Nuevo Modelo Energético se han movilizado para convencer al Gobierno de que reconsidere una postura que podría poner en peligro la producción de alimentos necesarios para la propia población española e imposibilitaría el cumplimiento de los compromisos de emisión de gases de efecto invernadero adquiridos por España a través del Protocolo de Kioto.

Un estudio del Instituto Internacional de Desarrollo Sostenible cuestiona de arriba a abajo los supuestos beneficios ambientales y sociales de esta actividad en España y cifra en 1.200 millones de euros las ayudas europeas recibidas por la industria española de los agrocumbustibles.

Pese a esta elevada suma, afirman sus autores, "el beneficio en la economía rural española es casi inexistente si se tiene en cuenta que ese biodiésel se fabricó en más de un 95% a partir de materias primas importadas: soja argentina y palma de Indonesia”, países donde, para agravar el problema, se ha registrado una elevada deforestación para ganar tierras para los cultivos industriales.

Además, su producción implicó, debido a los cambios indirectos en el uso del suelo, “unas emisiones indirectas de gases de efecto invernadero que anulan cualquier hipotético ahorro de emisiones atribuido a los agrocombustibles” cuando son utilizados en vehículos, señala el informe, que cifra este incremento del CO2 lanzado a la atmósfera desde España en 6.5 millones de toneladas en 2011.