En medio de la euforia dominante tras la Primera Conferencia de la ONU sobre Medio Ambiente y Desarrollo, celebrada en Rio de Janeiro en junio de 1992, pocos hubieran imaginado que, dos décadas más tarde, con la mayor parte de los acuerdos de aquella cita sin cumplir y con una situación ambiental planetaria mucho más acuciante, los jefes de Estado y de Gobierno del mundo volverían a reunirse en la ciudad brasileña en una cuarta cumbre descafeinada, a la que, preocupados en exclusiva por la crisis financiera internacional, asisten esta semana con la clara intención de cumplir el expediente y eludir todo compromiso gravoso para sus economías.
El mero hecho de una primera reunión de casi todas las naciones del mundo para hablar de un modelo de desarrollo menos nocivo para la Tierra ya parecía un gran éxito en aquel lejano 1992. Pero, además, en Rio 92 se suscribieron sendas convenciones internacionales sobre el cambio climático, la protección de la biodiversidad y bosques y masas forestales, y se aprobó la Agenda 21, un ambicioso documento que debía sentar las bases de un crecimiento económico más respetuoso para el nuevo siglo que se avecinaba. Parecía que la comunidad internacional había adquirido por fin conciencia de la gravedad de la situación y empezaba a obrar en consecuencia. Todo apuntaba a que el siglo XXI iba a ser el de la definitiva tregua de la guerra de la humanidad contra la naturaleza.
Apenas nada se ha avanzado 20 años después. Sólo se ha conseguido un apreciable éxito de la prohibición y sustitución de los gases que dañaban la capa de ozono, cuyo agujero se ha ido cerrando paulatinamente. En los demás terrenos, de unas consecuencias menos inmediatas y unas soluciones mucho más costosas, la situación no ha dejado de empeorar, y la población mundial no ha cesado tampoco de crecer. En este contexto llega la cuarta cumbre, organizada de nuevo en Rio de Janeiro, que ha sido bautizada coloquialmente por los medios como Rio+20.
Ausencias destacadas
Muestra de la importancia que otorgan a Rio+20, entre los 130 jefes de Estado y Gobierno presentes no se cuentan ni el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, ni la cancillera alemana, Angela Merkel, ni el primer ministro británico, David Cameron; los líderes de tres de las naciones más industrializadas del planeta, con un peso decisivo en la balanza ambiental mundial.
El presidente español, Mariano Rajoy, cuyo Gobierno, con la crisis como coartada, está desmantelando numerosas normativas e instituciones protectoras de los recursos naturales en España, hará una fugaz aparición en la segunda jornada, momento elegido de forma nada casual, pues será ese día cuando los dirigentes mundiales se harán la obligada foto de familia. Muchos otros países envían delegaciones de perfil bajo, y algunos ni siquiera asisten, para desesperación de las organizaciones ecologistas, que consideran la cita una nueva ocasión perdida para empezar a poner soluciones a los problemas del planeta.
Con mayor o menor implicación, 180 países se reúnen esta semana en Rio de Janeiro. Entre las delegaciones oficiales de gobiernos nacionales e instituciones internacionales (193 en total), las de organizaciones no gubernamentales y grupos de presión varios, la cita ha llevado a la capital carioca a unas 50.000 personas. A ellas habrá que sumar varios miles de periodistas. Y muchas otras gentes que acudirán para expresar sus opiniones aunque sólo sea en las calles. Así que, por de pronto, la reunión empezará dejando una seria huella ambiental que nada apunta a que los resultados finales puedan compensar de manera satisfactoria.
Entre los principales temas a abordar estará el de la llamada economía verde. Por ello, la ONU presenta en la cumbre un nuevo indicador para medir la riqueza de los países de una manera que valore mejor la conservación de los recursos naturales y el respeto al medio ambiente. Se trata del Índice de Riqueza Inclusiva (IWI, por sus siglas en inglés: Inclusive Wealth Indicator), un intento de alternativa más verde al tradicional y meramente monetarista Producto Interior Bruto (PIB).
A diferencia del PIB, el IWI contabiliza como activos de cada economía no solamente el valor económico de la producción material de la nación, sino el capital manufacturado de la misma (infraestructuras, bienes e inversiones), el capital humano (nivel de educación y habilidades de la población) y, siguiendo la línea defendida por las principales organizaciones ambientalistas, el capital natural (reservas de combustibles fósiles, minerales, bosques, bancos pesqueros o extensión apta para la agricultura).
China creció mucho menos
Aplicando este índice, según el documento presentado por la ONU a la cumbre de líderes mundiales, en el periodo 1990-2008, el crecimiento de China, que en términos de PIB fue de un descomunal 422%, quedaría reducido a un mero 45%, debido al enorme despilfarro de recursos naturales de aquella economía. En el caso de EE UU, otro ejemplo devorador de materias primas, se pasaría de un crecimiento del 37% del PIB en esos 18 años a uno del 13% de su IWI. Brasil pasaría del 31% al 18%, mientras Sudáfrica, a la que se ha otorgado un PIB un 24%, registraría una recesión real del 1%. Entre las naciones más industrializadas, tan sólo Japón logró que aumentara su capital natural en el periodo analizado, debido en gran medida a sus acciones de reforestación.
El IWI se enmarca en un gradual cambio conceptual que debería permitir una valoración más realista, también desde el punto de vista de la contabilidad nacional, de los recursos naturales que la humanidad destruye a un ritmo imparable. Según recientes estudios de diferentes organismos internacionales y ONG, el ritmo de consumo alcanzado ya supera de largo la capacidad de la naturaleza de regenerarlos. Sin embargo, este cambio de perspectiva, defendido entre otros por la UE, choca con las posiciones de los países en vías de desarrollo, que acusan a las naciones ricas de negarles el uso de un modelo del que ellas mismas se beneficiaron en su momento.
Otro de los ejes del debate se centrará en la necesidad de crear un gobierno ambiental mundial, una agencia de las Naciones Unidas con verdaderas atribuciones para aplicar los acuerdos, al modo de la Organización Mundial de la Salud o el Fondo para la Agricultura y la Alimentación. Actualmente existen un gran número de organismos especializados e inconexos. De Rio+20 debería surgir un nuevo sistema ambiental internacional. El reconocimiento del acceso al agua y el saneamiento como un derecho humano estará también entre los argumentos de debate que los dirigentes del mundo no deberían dejar de nuevo como un simple ejercicio de retórica.
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