El pasado 7 de abril la Comisión de Cambio Climático del Congreso de los Diputados aprobó por una holgada mayoría el informe de la ponencia sobre la Ley de Cambio Climático y Transición Justa. El texto pasará ahora al Senado, donde, si no sufre ninguna modificación, volverá al Congreso para su aprobación en pleno en apenas unas semanas.

Si fruto de la negociación se incorporaran nuevas enmiendas, podría dilatarse algo más en el tiempo, pero en cualquiera de los casos, todo parece indicar que en pocos meses la ley de cambio climático española, prometida por vez primera por el entonces presidente del gobierno Mariano Rajoy en 2008, se convertirá al fin en una realidad. Desde entonces hasta ahora el panorama internacional ha cambiado radicalmente. 

El programa de recuperación Next Generation UE, que establece que al menos el 37 % del presupuesto destinado a cada Estado miembro deberá invertirse en proyectos directamente relacionados con la transición ecológica, incorpora también el principio do not significately harm, que implica que el 100 % de los fondos deberán dedicarse a proyectos que no dañen significativamente el medio ambiente.

Por otro lado, la administración Biden se ha reincorporado al Acuerdo de París y está emitiendo claras señales de querer retomar el liderazgo en las negociaciones internacionales que tuvo en otros momentos, interrumpido durante la era Trump. Incluso China, tradicionalmente reacia a hacer virar su modelo de desarrollo incorporando criterios ambientales, ha anunciado interesantes compromisos de reducción de emisiones. El contexto internacional, por lo tanto, es claramente favorable.

Cero emisiones netas de carbono para 2050

 

El objetivo de la Ley de Cambio Climático y Transición Energética es ayudar a España a cumplir con sus compromisos internacionales en la lucha contra el cambio climático a fin de alcanzar la neutralidad climática antes de 2050, para lo que se propone “facilitar la descarbonización de la economía española, de modo que se garantice el uso racional y solidario de nuestros recursos, promover la adaptación a los impactos del cambio climático y la implantación de un modelo de desarrollo sostenible que genere empleo decente y contribuya a la reducción de las desigualdades”. Esta idea de transición justa, es decir, de transición ecológica que incorpore los criterios de justicia social, puede encontrarse en diferentes ocasiones a lo largo del articulado.

Para el año 2030 la ley fija una serie de metas como la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero en al menos un 23 % respecto a 1990, doblar la penetración de energías de origen renovable en el consumo final, alcanzado un 42 % frente al 20 % actual, y alcanzar un sistema eléctrico con, al menos, un 74 % de generación a partir de energías renovables, frente al 40 % actual. Siendo estas metas importantes, como lo son, quizá tenga más relevancia el compromiso de proceder a su revisión al alza con el objetivo de cumplir el Acuerdo de París. La primera revisión será en 2023, apenas dos años después de la aprobación de la norma.

Movilidad, energía y planificación

 

Para conseguir estos objetivos la ley incorpora medidas en movilidad –con una clara apuesta por la electrificación-, la rehabilitación de edificios en clave de eficiencia energética, y la limitación de combustibles fósiles, aunque esta última parte ha sido objeto de debate y polémica por la aceptación de gas fósil para todo el transporte.

Por otro lado, se dedican esfuerzos a las políticas de adaptación, comprometiéndose el Gobierno a aprobar cada cinco años un plan nacional de adaptación al cambio climático que incluya “la identificación y evaluación de impactos previsibles y riesgos” para “varios escenarios posibles”.

Asimismo, se fija por ley que la ordenación urbana y la planificación hidrológica deberán tener en cuenta el cambio climático, en lo que supone un claro giro de poner los recursos naturales y las posibilidades de desarrollo de las ciudades al servicio de la sostenibilidad y no al revés, como se ha venido haciendo.

Implicación de todos los sectores

 

También se incorpora a este apartado un sector estratégico, el de la alimentación, sujeto a riesgos considerables, y a su vez necesitado también de toda una transición ecológica. “De otra parte, se diseñarán e incluirán dentro del Plan Nacional de Adaptación al Cambio Climático los objetivos estratégicos concretos, indicadores asociados y medidas de adaptación encaminados a mitigar los riesgos en seguridad alimentaria asociados al cambio climático, incluidos la aparición de riesgos emergentes alimentarios.”

La ley avanza también en algo clave, el papel del sector financiero. Las grandes empresas, las entidades financieras y las aseguradoras deberán elaborar informes anuales sobre los riesgos que la transición a una economía sostenible genere para su actividad, así como medidas para afrontarlos. Por su parte, el Banco de España, la Comisión Nacional del Mercado de Valores y la Dirección General de Seguros y Fondos de Pensiones tendrán que presentar, estos cada dos años, un informe conjunto sobre el grado de alineamiento del sector financiero con los compromisos del Acuerdo de París y de la UE, así como una evaluación del riesgo para el sistema.

Finalmente, en el apartado de gobernanza, y al igual que han hecho en otros países, la ley estipula la creación de un comité de expertos en cambio climático, que deberá evaluar la evolución de los compromisos y hacer recomendaciones. Esta es una práctica que han asumido ya países vecinos y el establecimiento de este comité es la traslación lógica de la incorporación, como principio rector de la ley, de la necesidad de contar con “la mejor y más reciente evidencia científica disponible, incluyendo los últimos informes del Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático de las Naciones Unidas (IPCC)”.

Más ambición frente a plazos más laxos

 

La ley incorpora también la convocatoria de una asamblea ciudadana con el objetivo de implicar a la sociedad en la transición ecológica, práctica que ya se ha puesto en marcha en países como Francia, Escocia o Irlanda, entre otros.

No han faltado voces críticas que reclamaban más ambición en esta normativa y otras que reivindicaban plazos más laxos para acometer la transición. En cualquier caso, tal como ocurrió con el debate sobre el Acuerdo de París u otros similares, la ley debe considerarse un primer paso, el inicio de un camino cuya ambición y velocidad tendrá que ir ajustándose al mejor conocimiento disponible, aspecto éste clave que cada vez adquiere mayor centralidad en los debates climáticos y en las políticas públicas que le afectan, de las que nada, o casi nada, queda al margen.