Todo comenzó con un ligero dolor de cabeza. Una leve molestia. Después llegó la fiebre. El aviso de los 38,3 grados centígrados se presentó de noche. Fue el miércoles 18 de marzo: tres días después de la proclamación del estado de alarma por parte del Gobierno. La calentura se prolongaba hora tras hora, rozando con peligro los 39 y emitiendo las señales inequívocas de que algo infeccioso se incubaba en mi organismo. Tengo 36 años y todas las informaciones apuntaban a que el peligro del coronavirus solo rondaba a las personas mayores y con patologías previas. Pronto pude comprobar en propia carne que no es así.
En aquel momento confiaba todavía en una rápida recuperación: mi pareja había pasado por lo mismo poco antes, pero se recuperó en apenas unas horas. Para mí, sin embargo, solo se trataba de un prólogo. Cada minuto que pasaba se acentuaba el malestar. La fiebre alcanzó la raya de los 39 en el termómetro, e hiciera lo que hiciera no lograba que bajara. El gusto y el olfato desaparecieron, igual que el apetito. De repente, mi rutina devino permanecer en horizontal, soportando una situación cada vez más inquietante: los huesos crujían, la cabeza me estallaba, el ardor interno me hacía alternar entre los sudores profusos y las tiritonas imparables.
"Tras la fiebre y la cefalea, desaparecieron el gusto y el olfato, al igual que el apetito"
El único remedio que me habían proporcionado desde los servicios de salud de la Comunidad de Madrid era tomar paracetamol y nolotil cada pocas horas: con la crisis sanitaria, en la capital había varias opciones para informarse sobre el coronavirus. Una era llamar a un número específico para personas con síntomas de la pandemia, el 900 102 112, que estaba siempre comunicando. Otra, dirigirse al teléfono habitual de urgencias, el 112. Solía haber más suerte con este último: te descolgaban, apuntaban tus datos y síntomas y te recetaban de nuevo ese cóctel de calmantes durante un tiempo indeterminado. Te pedían aguantar hasta que se desvaneciera esta dolencia surgida en la lejana Wuhan, en China, y que a fecha de hoy ya suma más de 15.000 muertes y 157.000 contagios solamente en España.
Pero no ocurrió así. La temperatura se elevó todavía más. Los vómitos acentuaban la deshidratación y llegué a perder la consciencia al salir de la ducha, abatido por la debilidad. Tal situación dejó sin alternativas mi visita a urgencias, que hasta entonces estaba evitando para no colapsar el servicio, como pedían las autoridades. Curiosamente, y pese a lo que me temía, en el hospital que me tocaba por proximidad –el Infanta Leonor de Vallecas, un barrio al sur de Madrid- la atención fue inmediata. En unos minutos, después de superar una criba ante dos sanitarios con pinta de cosmonautas, estaba dentro con apenas una decena de personas más.
Sin poder despedirse de su padre
Me hicieron una placa y el resultado fue inequívoco: neumonía extendida por ambos pulmones. Con una prueba para comprobar si era, efectivamente, el aterrador COVID-19 y un análisis en el laboratorio, me dejaron esperando con Ángel, un compañero de desventuras de 53 años. Llevaba ocho días enfermo, yendo “de la cama al sillón” y aguantando junto a su mujer y una niña. “No veas qué dolor de cabeza y de cuerpo”, relataba quien había llegado andando y extasiado hasta el hospital. “Esto es peor que una resaca de whisky malo”, remató. Su padre había muerto en una residencia con 91 años y no había podido velarlo: “No sé ni cómo ni cuándo podemos juntar sus cenizas o tramitar todo el papeleo del deceso”, suspiraba.
Llegó el resultado de la prueba. A pesar de mi “neumonía bilobar”, no había otras dolencias añadidas. Me mandaban a casa con azitromicina y dolquine, un antibiótico y un antipalúdico. Tomaría dos al día y regresaría en 48 horas para una revisión y el veredicto del coronavirus. No aguanté: la mañana siguiente la fiebre escalaba hasta los 40 grados centígrados y mi organismo estaba totalmente desencajado. Estar tumbado ya ni atenuaba la desazón.
Decidimos volver al hospital. Y el panorama había cambiado por completo: ahora, una multitud se agolpaba en los bancos metálicos. Algunos formaban una fila postrados en sillas de ruedas. Otros dormitaban en las butacas de la sección contigua de pediatría. “¿Has vuelto?”, me preguntó la encargada del día anterior. “Verás que lo de hoy no tiene nada que ver. ¡Prepárate!”, soltó agazapada detrás de una mascarilla, gafas y un mono de plástico.
"Me recetaron un antibiótico y un antipalúdico. Al día siguiente volvía a urgencias"
Tenía razón: las pruebas tardaban una eternidad en hacerse. La gente suspiraba desconsolada. Eran las ocho de la tarde y algunos se acercaban a rastras al mostrador para susurrar que llevaban más de 24 horas esperando. Mientras aguardaba mi turno, escuché cómo a un paciente la neumonía le había provocado una embolia pulmonar: la espera en casa había derivado en algo realmente grave.
También vi a una octogenaria que reposaba su cabeza moribunda en el respaldo de una silla de ruedas. Varios encargados le subían el oxígeno con mirada desesperanzada y le cambiaban los cojines de vez en cuando. Un grupo de personas de avanzada edad dirigía su mirada ausente a la pared. Algunos balbuceaban palabras inaudibles debido a las mascarillas y el ahogo.
Retumbaba un coro de toses y los sitios libres se iban ocupando por quien llegaba el primero. El suelo se plagó de catres improvisados con abrigos y mantas. Los baños se convertieron en una cloaca sin papel, sin jabón, sin gel y sin intimidad. Y la espera se alargaba hasta la desesperación. La radiografía que me habían hecho a las diez de la noche se reveló a las cinco de la mañana. El pulmón derecho ya tenía tres lóbulos afectados y tenía que ingresar en el hospital. Además, la tensión era demasiado alta, con una frecuencia cardíaca de 89 pulsaciones por minuto, y la saturación de oxígeno en sangre descendía por debajo del 90%, lo conocido como hipoxemia.
Soy dirigido a un box con otros tres pacientes. Sumamos nada menos que 103 los que esperamos cama. Durante varias horas, soy testigo desde mi butaca de este minúsculo espacio de decenas de extracciones de sangre y de pruebas de coronavirus, con el consecuente quejido que provoca el utensilio que recoge las muestras ascendiendo por la nariz hasta el lagrimal. Incluso contemplo un electrocardiograma a una señora sin blusa. En este rincón tienen que improvisar todo un protocolo de actuación y dar tratamiento a los que ya constamos como pacientes (en todos los sentidos de la palabra).
Ahogos, tiritonas, transpiración y espasmos
Cuando todo parece imposible de controlar, me llaman. Salto como si me hubieran convocado para una final de Champions League. Una celadora me lleva a un ascensor. Mi destino es un ala desangelada de la última planta. La habitación tiene sensación de desuso y vistas a la azotea. La comparto con un señor de avanzada edad que acaba de ser subido desde la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI).
A la mañana siguiente, después de una noche monstruosa en la que él se peleaba con su tráquea y yo disputaba una pelea con el microscópico invasor traducida en ahogos, tiritonas, transpiración y espasmos que parecían seguir el baile sobre un ring de boxeo, me atienden las primeras enfermeras. Vigilan la bombona de oxígeno que me han puesto para ayudarme con la respiración. Al ver que se ha agotado y no he indicado nada, me amenazan: “Avisa cuando esté en la línea roja. ¿No te das cuentas de que si no te llega y se te complica la cosa de repente, puedes irte al otro barrio?”.
Después de comer, me conducen a otro módulo. Abandonamos el de psiquiatría, me explican, que no está bien acondicionado, y me llevan al de medicina interna. Es mi única oportunidad de ver los pasillos. Todo está recién colocado. En cada puerta hay una pila de cajas de guantes, gel desinfectante y un cubo para los residuos. Es miércoles: cumplo una semana de enfermedad y de repente huelo el caldo de la cena y me sabe insuperablemente soso: ¡una alegría monumental! Me asomo a la ventana y, sin el horizonte de la anterior, leo dos carteles en el bloque de enfrente. Dicen “Todo irá bien” y “¡Fuerza!”.
"Observo desde mi habitación un goteo de coches fúnebres desde el aparcamiento subterráneo"
Cada día se presenta un médico diferente. Me auscultan en silencio y se marchan sin dejar escapar ningún dato, parapetados detrás de un equipo anticontagio totalmente blindado. Lo que sí menudean son las visitas de las enfermeras. Me toman la tensión, la saturación de oxígeno en sangre, la fiebre. Aparte, me añaden un antibiótico de amplio espectro cada mañana, un protector de estómago y corticoides para bajar la inflamación. La que acude más a menudo acumula una infinita tanda de jornadas sin librar y me pone al día de la situación en el resto de estancias. “La cosa se ha calmado un poco, aunque seguimos sin medios. Llevo esta máscara y este equipo desde hace un montón de días”, revela.
Baja la fiebre. La ingesta de pastillas va menguando. Remite la tos. El oxígeno pasa de dos litros por minuto a uno. Cada análisis –de muestras obtenidas de madrugada- arroja mejores resultados. Las placas exhiben mejoría. Retomo ciertas rutinas: ya puedo concentrarme en leer y resistir sin cefalea algo de televisión. También puedo atender sin problemas las decenas de llamadas y mensajes de apoyo. No puedo traspasar mis cuatro paredes ni recibir visitas, pero cada día me comunico con decenas de familiares y amigos preocupados.
De jueves a domingo se estabiliza mi situación. Consigo incluso caminar de un lado a otro o ver cómo el bloque de enfrente se llena de camas con nuevos enfermos. Muchos pegan los rostros a las ventanas, avanzan torpemente agarrados a la pared o trasnochan con la luz encendida. También observo desde mi habitación un goteo de coches fúnebres desde el aparcamiento subterráneo.
Y el lunes por fin me quitan el oxígeno. Mi sangre goza de la saturación adecuada para valerme por mí mismo. Guillermo, el médico que me ha tratado en más ocasiones, me comenta que depende de cómo salgan las últimas pruebas, pensarán darme ya el alta. Es martes, sumo ocho jornadas de hospital, y a mediodía suena el teléfono del cuarto.
Se acaba de firmar el informe final. En cuanto esté todo sellado, me mandan a casa. Me quitan la vía del brazo, me dejan asearme y ponerme ropa de calle y los agotados profesionales que me han devuelto la salud aplauden cuando abandono la sala. Todavía me esperan 14 días de aislamiento. Después, se dará por sentado que se ha extinguido el coronavirus de mi organismo. Supuestamente, también seré inmune a futuros contagios. Dejaré de ser un peligro para los demás.
Atrás queda el resquemor de que aquel tenue dolor de cabeza escondía algo más y las dudas de una posible recaída o las obsesivas preguntas sobre cuándo, cómo y dónde me contagié. Interrogantes casi imposibles de resolver pero que poco importan después de haber superado con más dificultad de lo esperado el embate de este cruel virus que tantas vidas se está cobrando en todo el planeta.
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