Con sus colaboraciones en prensa, radio o televisión y con su último libro, Y ahora yo qué hago. Cómo evitar la culpa climática y pasar a la acción, de la editorial Capitán Swing, 2020, el autor traduce esos números incomprensibles de estadísticas o esas conclusiones pedregosas de informes científicos para que cada uno relacione el impacto global en la temperatura con, por ejemplo, una visita al supermercado. Lejos del recetario mágico, de la “lista de deberes” o de la explicación holística, el ensayo pretende activar a cada uno y dispersar semillas para cuidar y trabajar el futuro con “tiempo, esperanza y audacia”.
Comenta que queda muy poco tiempo y que tenemos que tomar medidas. ¿Es esa urgencia y esa carga lo que provoca la denominada ecoansiedad?
Ante el cambio climático, con previsiones e imágenes catastróficas, percibimos que es un problema enorme, con consecuencias que nos sobrepasan. Y esto lo anteponemos a nuestras acciones, que creemos insignificantes. Vemos día a día a grandes empresas que contaminan y sentimos que tenemos poco que hacer. Y cuando intentamos hacerlo bien, siendo más ecológicos o sostenibles (aunque el término no me entusiasme), vemos que nos sentimos culpables por cualquier otra cosa, como habernos olvidado la bolsa de tela para el supermercado. Esta ecoansiedad se convierte es una especie de ecoculpa. Y eso paraliza. Lo que quiero con el libro o como divulgador, lo que me interesa, es tratar de romper eso.
En el libro se sugiere que habría que enfocar más el problema del cambio climático como una conservación de lo que hay que como pérdida a largo plazo, porque eso desvía la atención y a veces no es efectivo.
Las estrategias aún son muy difusas. Como ejemplo, en una charla sobre el tema, una chica me contó que su abuela se bañaba en un río donde ella ya no había podido bañarse, pero decía que eso no le motivaba para actuar porque no lo había visto, no lo había vivido. Y por eso hay que mantener el espíritu de conservar, pero sabiendo que no siempre vamos a apelar a todos los que queremos atraer. También hay que llamar al futuro, como está pasando con los jóvenes. Tienen una identidad generacional porque ven su línea de la vida reflejada con el cambio climático. Ven 2100 como algo factible. Entonces creo que hay que conjugar. Para impulsar a actuar sobre el cambio climático, hay que hablar del pasado sin sonar a lamento y del futuro sin fatalismo, pero con esperanza.
Ya apunta en el ensayo que hay muchas charlas, cumbres y conferencias sobre el asunto, pero no se suele llegar al corazón de la gente. ¿Por qué?
Creo que hay bastante consenso entre comunicadores del cambio climático de que lo vemos muy lejano. En el tiempo y en el espacio. Lo vemos en la selva o en el trópico, pero no en el pueblo de al lado. Y creo que no hay que ser catastrofista (aunque lo sea) porque hemos visto que eso no moviliza. Tenemos que dejar de estar siempre en un marco de resistencia y de intentar asustar para pasar a un marco de propuestas.
También cuenta en esta misma línea que cada poco tiempo leemos sobre firmas de manifiestos, pactos o protocolos que luego son inútiles.
Es muy triste. Se ve cómo hay un montón de actos, pero los datos no mejoran. Eso también pasa con los ministerios. Está muy bien presentar planes de descarbonización, pero luego no se realiza. Porque se suele mencionar el greenwashing de las empresas [enmascarar sus actividades con un discurso verde], pero también hay en las instituciones. Hay que señalarlo, sin quitarnos nosotros la culpa. Tenemos que demostrar que el tema nos importa y que la democracia no es votar cada cuatro años, sino exigir a diario.
Para exigir hay que conocer el asunto. ¿Qué papel juegan en el ecologismo las fake news?
La mayor noticia falsa que se intenta propagar es que no hay consenso científico. En España, por ejemplo, según un estudio del Real Instituto Elcano, solo la mitad de la gente cree que hay consenso en que existe un cambio climático. Ojo, que esto contrasta con que hay un porcentaje muy grande que asegura que lo tiene claro. Es decir, que saben que existe, pero piensan que los expertos no se aclaran. Y eso es fundamental, porque la confianza en los expertos es uno de los mayores resortes de contención. Cuando tú vas a hacer algo y ves que no hay consenso o que ni siquiera los que saben están de acuerdo, pasas. Y hay interés en desprestigiar a los científicos.
Se incluye en este apartado la incoherencia de las instituciones: no puedes entrar a un ministerio de eficiencia energética y que tengan halógenos gastando un montón de luz. Hay un problema de credibilidad: si la institución que te dice cómo comer, cómo vestir y cómo moverte no lo está haciendo, sientes que no hay que hacerlo. Hay que luchar contra las fakes news y contra las incoherencias. Aunque nadie es perfecto y somos humanos, hay que luchar contra el mareo de la gente: no se puede cobrar por las bolsas de plástico, pero que esa misma gran superficie tenga todos los productos envueltos en plástico.
Ilustra la coyuntura actual como la de esas películas de catástrofes que empiezan con el rechazo a un científico “loco”. ¿Volvemos a darle la espalda a los expertos?
Claro, es que no nos interesa escucharlos. Para empezar, nuestro cerebro de homo sapiens está fatal preparado para las amenazas abstractas. Está muy bien para encontrarnos con un león a 20 metros y saber cómo huir, pero mal para que te digan que de aquí a 60 años la temperatura subirá y eso afectará a muchas cosas, porque a lo mejor ni sigues vivo y te da lo mismo. Te compromete en el presente a abandonar ciertas cosas cuando queremos seguir igual, aunque nos avisen los científicos. Además, estos avisos también nos han parecido muy exagerados, porque hemos sorteado momentos muy difíciles de la Historia y la gente tiene la sensación de que aunque las previsiones sean muy malas, algo habrá que lo solucionará.
Habla de que, muchas veces, dar cifras como los grados del calentamiento o la merma de biodiversidad no nos llegan porque están lejos. ¿Ha cambiado esa percepción con la pandemia, que nos ha tocado a todos?
Me gustaría pensar que no debería hacer falta la pandemia para verlo. Otra cosa es que haya habido gente que se ha sensibilizado o ha visto y ha sido capaz de percibir este tipo de efectos a raíz de la pandemia, notando cómo las redes tróficas y de bioseguridad se han maltratado provocan virus y enfermedades nuevas.
De hecho, no es solo la pandemia: el cambio climático ya se nota con veranos de cinco semanas más de las que había hace unas décadas, la vendimia se ha retrasado, la migración de las aves,… Por ejemplo, en Valencia había el año en que nací unos 30 días al año con más de 30 grados. Ahora son 60. Esos efectos hay que aprender a verlos porque los hemos interiorizado tanto que no nos parecen raros. Es como si vemos algo en la piel, una erupción cutánea, y no pensamos que el problema es de algo interno.
Otra cuestión que se indica es que muchas veces le echamos la culpa a otros, como países que incumplen las emisiones a la atmósfera, para evitar responsabilidades. ¿Por qué tratamos de justificarnos cuando no hacemos lo que debemos?
Porque pensamos que somos buenas personas. Y, claro, vemos que el cambio climático es malo y nosotros somos buenos, y hay que hacer algo. Por eso tendemos o a negarlo, acabando con el problema, o a eludirlo. Pesamos “yo lo haría, pero esta empresa lo hace fatal y no sirve de nada, no puedo luchar contra eso”. Tendríamos que intentar cambiar muchas partes de nuestro día a día y lo que hacemos son ponernos excusas que terminan siendo escudos contra la acción climática. Pero lo que hay que hacer es ver que son excusas. Es más doloroso, más difícil y más incómodo, pero hay que hacerlo para lograr ese futuro más humano y más vivible.
Una de las teorías que más se oyen es la del decrecimiento. ¿Hay que instaurarla?
Vamos a tener que decrecer por una cuestión lógica de recursos del planeta. Hay que usar menos, porque son finitos. Se acaban minerales como el uranio o el litio y se acaba la tierra fértil. Muchos hablan de la teoría del decrecimiento, pero es que el decrecimiento va a ser una realidad económica y biofísica de la sociedad. El problema es si será por las malas, con un colapso, o por las buenas, acompañando a un plan de transición ecológica.
Además, el decrecimiento no es vivir en cuevas, sino decrecer en el uso de materiales y energías y, quizás, crecer en tiempo o en cuidados. O en cultura, que tiene muy poca huella de dióxido de carbono (CO2). O en salud y deporte. Tenemos que ser capaces de trasladar que el decrecimiento va a venir por las buenas o por las malas y hay que estar preparado.
Con el teletrabajo, por ejemplo, lo hemos visto. Hay mucha gente que hace muchos kilómetros menos al día. Eso es decrecer, porque no se usa tanto combustible y seguramente el coche dure más, no haga falta cambiar piezas ni comprar otro. Y han crecido en tiempo, en ocio de cercanía, en comercio local,... Eso habla de que tenemos que decrecer en horas trabajadas, en estrés, en lo que nos va de cabeza, y ganar en otras cosas.
Se cita a menudo la palabra colapso. ¿Llegará o es una visión muy pesimista?
Bueno, yo es que no soy optimista sobre el cambio climático. A mí me cuesta mucho levantarme y pensar en mensajes esperanzadores, en vías de acción o en cómo motivar a la gente. Por eso el libro es honesto: porque es de una persona agobiada a la que le cuesta mucho saber qué se puede hacer y quiere decir “si yo puedo, siendo muy cenizo, la gente puede”. El pesimismo me da la esperanza de trabajar en la esperanza, valga la redundancia.
Y, aunque entienda a los que hablan de colapso, no podemos pensar “si el sistema peta, ha petado y punto”. Incluso si hay días en que nos apetezca tirar la toalla. De hecho, me he convencido de que en el cambio climático tirar la toalla no es una opción, porque mucha gente ha empleado su vida en arreglar ciertas cosas. Eso sí, no podemos hacernos trampas al solitario y pensar que vamos a revertir todo. Lo importante es ver que luchar por el cambio climático es luchar por un mundo mejor. Y, como digo en el libro, el momento para luchar es hoy o, como tarde, mañana.
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