Un litro de aceite de palma cuesta menos de dos euros. Sorprendentemente, su precio de venta al público es similar, no importa que se adquiera en un supermercado del sudeste asiático, región donde suele producirse, o de una ciudad europea occidental. Lo que hay detrás del contenido del envase, sin embargo, sólo se descubre visitando aquella parte del planeta: decenas de miles de hectáreas de selva arrasadas por culpa de las plantaciones de palmeras de cuyos frutos se extrae este producto, la grasa para cocinar más consumida del mundo. Y, con ellas, trabajadores y trabajadoras en condiciones pésimas (e incluso denuncias de explotación infantil) y especies animales amenazadas porque se han quedado sin un medio donde vivir.
En la isla de Borneo, dividida entre Malasia, Indonesia y el microestado de Brunéi, se puede apreciar por medio de un simple viaje de autobús. Es el lado oscuro de un producto del que se produjeron 59.402 millones de toneladas en el ejercicio 2015-2016 en todo el mundo, según datos del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA), que estima que ascenderá a 65.500 millones de toneladas el próximo curso.
El cultivo se asocia
al acaparamiento de tierras y conflictos sociales
Las carreteras avanzan entre monocultivos de palmera de aceite que lucen idénticos, clónicos. El tronco robusto y estirado de hasta 40 metros coronado por una copa de frutos rojos de la planta emerge de las parcelas donde hasta hace poco había un bosque tropical con centenares de especies, algunas únicas, como el orangután o el Nasalis narvatus, conocido popularmente como 'mono narigudo'. Y eso en las partes más cercanas a la civilización. Dentro de la selva, las imágenes son más impactantes. Por eso es habitual que esta situación esté presente en cualquier charla diaria, ya sea con un guía o con un vecino.
O con un experto, como el estadounidense Rhett A. Butler. "La fiebre del aceite de palma empezó en Borneo a finales de los años noventa del siglo pasado", indica este activista que intenta promover la conservación de la naturaleza a través de la web Mongabay.com. "Y se disparó a principios de este siglo gracias a la conjunción de dos grandes factores: la demanda de aceite de palma y el colapso de la industria de la madera en Malasia e Indonesia. Como mucha de esa madera se había estado sacando del bosque, se había creado el terreno oportuno para cultivar las palmeras africanas", explica.
La idoneidad del contexto fue la lanzadera: dinero rápido en un espacio privilegiado donde el sueldo medio es de unos 100 dólares al mes (unos 89 euros al cambio actual) y las oportunidades de trabajo digno, más que reducidas. Las grandes empresas se afincaron en varios países de la región (ahora se están extendiendo a otros lugares, como en Colombia o Uganda) y hallaron la aceptación de la comunidad. Muchos defendieron que estas corporaciones daban trabajo y creaban riqueza en la zona. Butler cuenta lo negativo: "Hay numerosos inconvenientes sociales y medioambientales relacionados con el aceite de palma: la expansión en el sudeste asiático ha venido acompañada de un aumento de la polución y una merma de la riqueza del ecosistema. También se ha asociado el cultivo a problemas de acaparamiento de tierras y conflictos sociales", señala el ecologista norteamericano. "El exceso de confianza en el aceite de palma ha sido uno de los riesgos adoptados en la estrategia comercial de estos países, porque es arriesgado invertir en un producto con los precios tan cambiantes", apunta Butler, también fundador de la revista Tropical Conservation Science.
Alimentos ultraprocesados y grasas 'trans'
"Las comunidades están a merced del mercado: como es un cultivo que depende de la demanda y del surgimiento de otros que lo reemplacen, siempre está fluctuando", advierte. Así, las empresas intentar sacar el máximo de rentabilidad en el menor tiempo posible. El aceite de palma es una suerte de El Dorado que conviene exprimir antes de que pierda su valor. "A largo plazo, países como Indonesia o Malasia tendrán que defender su dominio contra otros lugares tropicales que comiencen a cultivarlo. Y eso, con el tiempo, ejercerá una presión a la baja en los precios", añade Butler. Las prisas por rentabilizar el negocio no sólo vienen dadas por su rápida expansión a otros países o el temor a la regulación de precios.
En 2020, el producto representará el 45%
del total de aceites empleados en el mundo
A las prácticas de los aceiteros de palma se añade su dudosa contribución a la salud. Su uso en alimentos ultraprocesados y sus grasas 'trans' se relacionan con problemas coronarios y altos índices de colesterol. Pero se sigue usando masivamente. Se trata de un producto económico, que se encuentra en todo el mundo, camuflado bajo el etiquetado de 'aceite vegetal' (aunque en Europa, desde diciembre de 2014, el envasador está obligado a especificar de qué clase de aceite se trata) y que causa un impacto difícil de evaluar, e invisible a ojos de los consumidores. De hecho, la imagen mundial que se está creando del producto empieza a oscurecerse y a raíz de ello en 2004 se creó la Mesa Redonda por un Aceite de Palma Sostenible (RSPO, según sus siglas en inglés) que aboga por un etiquetado transparente y por una certificación que garantice sostenibilidad y justicia laboral.
De momento, los países donde las palmeras africanas o aceiteras devoran hectáreas de tierra se escudan en el desarrollo que generan, sin hacer alusión al negro reverso del sector. "Muchos de los trabajadores en las plantaciones son inmigrantes sin derechos ni salarios dignos", remarca Rhett A. Butler, "y los locales se pasan a este tipo de plantaciones porque no hay otra cosa mejor. Es un sector con gran presencia en las zonas rurales, donde una buena actuación agroforestal podría ofrecer oportunidades de diversidad de cultivo, mayores ingresos y un trabajo respetuoso con la biodiversidad".
Según la consultora Frost & Sullivan, el aceite de palma representará en 2020 el 45% del total de aceites empleados en el mundo. Su uso en cremas, bollería, platos precocinados, margarinas, cosméticos o velas moverá 84 millones de toneladas, con un 6% de aumento anual. A su favor, la creación de empleo (en Malasia se calcula que 500.000 personas entre 30 millones de habitantes trabajan en el sector) y la afirmación corporativa de que con menos suelo se produce más, luego, según el argumento, es más ecológico. En contra, que provoca el éxodo de especies y agota los recursos a cambio de un producto que cuesta menos de dos euros el litro prácticamente en todos los países del mundo.