En 1979, unas inundaciones arrasaron diversas zonas del estado de Assam, al noreste de la India, casi separado del resto del país por el Nepal y Bangladesh. El río Brahmaputra se desbordó y anegó parte de Majuli, un enorme banco de arena que constituye la isla fluvial más extensa del mundo, en la que viven 150.000 personas. Llegó a tener 1.250 kilómetros cuadrados, pero en menos de 100 años su superficie se ha reducido a poco más de 420.
Cerca de la pequeña aldea de Kokilamukh, cientos de serpientes y otros pequeños animales murieron ahogados y, cuando las aguas se retiraron, quedaron diseminadas sobre la arena. El espectáculo impresionó vivamente a un muchacho de 16 años, que decidió dedicar su vida a evitar que aquello se repitiera.
Hoy, Jadav Payeng tiene 49 años y sigue cuidando de la obra en la que trabaja desde 1980: una densa selva tropical que cubre más de 550 hectáreas de aquel desnudo banco de arena expuesto al sol inclemente del trópico. En ella vive hoy con su mujer y tres hijos pequeños.
El bosque de Molai tiene casi el doble de superficie que el Central Park
El bosque de Molai acoge hoy a varios tigres de Bengala y rinocerontes indios (ambas especies gravísimamente amenazadas de extinción), más de un centenar de ciervos y otros numerosos animales. Y una nutrida manada de elefantes salvajes lo visita cada año para descansar y alimentarse a su cobijo y ha visto nacer allí a otros 10 individuos. Se trata de una fauna que no se había visto en la zona en más de cuatro décadas.
“Me senté y lloré sobre los cuerpos de aquellas serpientes. Murieron bajo el calor, sin ningún tipo de sombra. Alerté al departamento forestal y les pregunté si se podían plantar árboles allí. Me dijeron que nada podría crecer allí, pero que podía intentar plantar un tipo bambú. Nadie me ayudó. Nadie estaba interesado”, rememora Payeng tres décadas y media después.
Payeng trabajó al año siguiente en un programa de reforestación de un área cercana de 800.000 metros cuadrados. Pero, cuando se marcharon el resto de trabajadores, él decidió continuar por su cuenta. Desde entonces ha vivido aislado en su selva, situada a unos cinco kilómetros de la aldea. El bosque de Molai, llamado así por los lugareños en honor a su creador, que lleva este apodo, tiene hoy una superficie que casi duplica la del Central Park neoyorquino.
Para lograr que saliera adelante, lo cuidó con mimo. Plantó, regó y podó las plantas hasta que empezaron a arraigar en aquel inhóspito suelo arenoso. El bambú empezó a colonizar la arena (hoy cubre 300 hectáreas). Posteriormente, con un entorno ya más favorable para su desarrollo, recogió semillas de árboles autóctonos y las sembró, y llevó al lugar hormigas rojas para que ayudaran a preparar en terreno, aireándolo y fertilizándolo con sus galerías.
Hoy, además del bambú, integran el bosque árboles como la arjuna (Terminalia arjuna), la planta de Banabá (Lagerstroemia speciosa), el flamboyán (Delonix regia), la acacia procera (Albizia procera), la mimosa (Archidendron bigeminum) y el algodonero rojo (Bombax ceiba), entre varios otros. Todos plantados por Payeng con sus propias manos. Uno a uno.
Reserva natural
Poco a poco, el bosque fue creciendo, y atrayendo a distintos animales. Los herbívoros actuaron de imán para los depredadores, muy amenazados en la India. Payeng admite que los tigres le han matado un centenar de las vacas y búfalos que cría en su granja para producir leche, pero lo considera un peaje a pagar para devolver a la naturaleza lo que el ser humano le ha robado.
En 2008, una manada de 100 elefantes que acababa de destrozar diversas casas y numerosos cultivos en la aldea de Aruna Chapori, a kilómetro y medio, se ocultó en el bosque. Su presencia estuvo a punto de llevar el proyecto al desastre, pero a la postre sería su salvación. Los lugareños lo querían talar para evitar que sirviera de refugio a los paquidermos, pero Payeng, que vivía aislado en la foresta, les advirtió de que para lograrlo tendrían que pasar por encima de su cadáver.
Con el tiempo, el trabajo de Payeng ha sido reconocido dentro y fuera de la India
Las autoridades locales se desplazaron a la zona para atender el problema de la manada de paquidermos. El responsable forestal Gunin Saikia, que tuvo que terciar en el conflicto, descubrió entonces la existencia del bosque. “Nos sorprendió encontrar una selva tan densa en un banco de arena”, admite.
“Estamos impresionados con Payeng. Ha trabajado en el bosque durante 30 años. Trata a los árboles y los animales como si fueran hijos suyos. En cualquier otro país sería considerado un héroe”, afirma.
Pero no en la India. Hasta 2011 no llegó la primera ayuda oficial. Las autoridades de Assam empezaron a reforestar ese año una nueva área de otras 200 hectáreas, y un parlamentario, Bijoy Krishna Handique, puso en marcha el proceso para declarar el bosque reserva natural amparada por la Ley de Protección de la Vida Salvaje de 1972.
Con el tiempo, el trabajo de Molai trascendió y fue reconocido más allá de las fronteras de la India, y su figura ha sido recientemente objeto de documentales como Foresting Life (2013), del realizador Aarti Shrivastava, o Forest Man, del canadiense William Douglas McMaster, también rodada el año pasado.
Esta última cinta, de 16 minutos, financiada con una campaña de microdonaciones que recaudó más de 8.000 dólares (unos 6.200 euros) para su posproducción, se presentó en una muestra de trabajos de jóvenes talentos durante el último Festival de Cannes y obtuvo el premio al mejor documental.
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