Desde hace algunos años, es cada vez más frecuente encontrarse en los espacios naturales de nuestro país con montículos de piedras acumuladas al borde del sendero, o en lo alto de una montaña, o en cualquier otro lugar que se les antoje a algunos de los caminantes que han ido pasando por allí.
Antiguamente, los excursionistas apilaban algunas –pocas y pequeñas– para indicar el camino correcto en lugares donde se presentaban encrucijadas. En otras culturas tradicionales, los montículos tienen significados místicos o religiosos, como sucede en el Himalaya, con las apachitas de los altiplanos andinos o con los cairns de las islas británicas. En otros lugares son un recordatorio de algún hecho sucedido en aquel punto. También han amontonado piedras durante siglos en todo el mundo los agricultores cuando limpiaban de ellas un terreno que querían cultivar.
Sin embargo, la actual proliferación de los montones de piedrecitas en los senderos parece responder simplemente a una moda, tan gratuita como todas, que obedece a motivaciones pseudoartísticas o esotéricas, o a un deseo de dejar un recuerdo del paso de uno por un paraje.
Pero no se trata de una moda inocua. La innecesaria retirada de las piedras de su emplazamiento para hacer pilas, a veces bastante altas, con ellas tiene, además de un impacto paisajistico, efectos sobre el ecosistema en términos de favorecimiento de la erosión del terreno y privación de refugio a algunas plantas y pequeños animales como reptiles e invertebrados, que a su vez constituyen el alimento de mamíferos o aves.
Los turistas las cogen a veces de yacimientos arqueológicos o arquitectura popular
Las zonas costeras de las islas Baleares –como el mallorquín cabo Salines, o el de Barbaria o el paraje de Ses Illetes, ambos en Formentera– están plagadas de montones de piedras.
En Formentera e Ibiza se empezaron a erigir al menos desde los años 90, y la absurda afición en auge, de la que sus autores dejan constancia a diario mediante numerosas fotos en las redes sociales, se ha exportado desde allí al resto del archipiélago y a otros territorios turísticos, como Canarias, donde se multiplican en Lanzarote o en las faldas del Teide, o el icónico cabo de Creus, el punto más oriental de la península.
El año pasado, las autoridades gallegas denunciaron la proliferación de los montones en el recinto arqueológico del castro celta de Baroña, en Porto do Son (A Coruña). En este caso, además, estaríamos ante un ejemplo de destrucción del patrimonio histórico.
Los apiladores tampoco respetan la arquitectura tradicional: en muchos parajes mediterráneos, los espontáneos acumuladores de guijarros los retiran de construcciones como muretes de bancales, corrales o cabañas de pastor o de carbonero. También hay quien recoge piedras para escribir palabras con ellas en lugares visibles, para dibujar figuras o para construir corralitos.
Devolverlas al suelo
En algunos de los lugares citados, las autoridades medioambientales tratan de sensibilizar a los excursionistas informándoles mediante folletos o carteles de la prohibición de alterar el entorno y de los efectos de esta práctica. Y se organizan grupos de voluntarios que se dedican a devolver las piedras a su lugar: el suelo.
Pero todo parece en balde: cada verano, vuelven a aparecer sin falta y a cientos los antiestéticos y dañinos montículos, y resulta muy difícil identificar a los autores del desaguisado, a los que podrían llegar a imponerse sanciones de hasta 60.000 a 150.000 euros según la ley de Patrimonio Cultural gallega en caso de infracciones que deterioren elementos históricos o arqueológicos, como es el caso de Baroña.
Los controles de los aeropuertos recuperan cada año seis toneladas extraídas del Teide
“Se trata de una moda importada y que en Baleares no responde a ninguna tradición ni tiene un significado religioso. Además, son perniciosas para nuestra geomorfología, flora y fauna”, aseguran desde Terraferida, una asociación que lucha desde hace unos años por defender el patrimonio natural de la isla de Mallorca de la presión urbanística provocada por el turismo masivo que la invade.
"Cuando la gente retira las piedras del lugar original, deja la tierra que hay debajo, y especialmente la roca madre, expuesta a los efectos erosivos de los elementos. Además, los caminantes pisan las plantas y alteran el hábitat de las lagartijas autóctonas, que se quedan sin lugares donde protegerse y reproducirse", advierte el área de Medio Ambiente del Consell Insular de Formentera.
El doctor en Geología y consultor ambiental Francesc Roig añade, a estos perjuicios que extienden la erosión y amenazan la biodiversidad, el evidente impacto estético: "Con su continuada acumulación se generan problemas de alteración y banalización del paisaje, de aquel que precisamente buscamos por su belleza para posteriormente deteriorarlo con montoncitos".
Paradójicamente, el turista destruye aquello que supuestamente quiere disfrutar. O trata de acarrearlo como recuerdo: los controles de seguridad de los aeropuertos tinerfeños recuperan cada año unas seis toneladas de piedras y botellas llenas de arena del Parque Nacional del Teide y otros parajes naturales, que posteriormente son devueltas al medio. "Hay que ponerle fin a esto de alguna forma, se están llevando la isla", señala José Valencia, responsable técnico del aeropuerto de Los Rodeos. Ya ni las piedras están a salvo.