Tras el terremoto de magnitud 9 que provocó un tsunami en la costa oriental de Japón el 11 de marzo de 2011, la central nuclear de Fukushima, que apagó automáticamente sus reactores de fisión, no pudo contener las olas de 14 metros de altura y sufrió una pérdida accidental de refrigerante. Esto resultó en la liberación de contaminación radiactiva que obligó al Gobierno japonés a declarar una zona de exclusión de un radio de 20 km.
Diez años después de la catástrofe, esa área, que fue divida en tres partes en función del riesgo de radiación para los humanos, ha experimentado una renaturalización o rewilding gracias a la ausencia de personas. Sin embargo, se ha ido reduciendo poco a poco, salvo por el área de “difícil retorno”, que tiene las dosis de radiación más elevadas y que están por encima del umbral de seguridad para los humanos. La zona permanece aún estrictamente restringida.
Desde 2016, las personas han ido regresando a las áreas menos contaminadas, pero solo el 5 % de la población original ha decidido restablecer su residencia. “A la zona de exclusión de Fukushima ya le han pegado varios mordiscos y hay pequeños pueblos que se han rehabilitado”, indica a SINC Germán Orizaola, investigador en el Instituto Mixto de Investigación en Biodiversidad de la Universidad de Oviedo.
Este ecólogo evolutivo, que estudia en anfibios cómo los organismos responden al estrés ambiental, se ha centrado en el impacto de la exposición crónica a bajas dosis de radiación ionizante en la vida salvaje en el entorno de Chernóbil, en la actual Ucrania, donde hace casi 35 años se produjo el mayor accidente nuclear de la historia.
Aunque la cantidad de radiación en el accidente europeo fue mayor, así como la superficie afectada y la zona de exclusión determinada, el entorno de Fukushima y Chernóbil han experimentado una recuperación similar. “A pesar de que en Fukushima hayan pasado 10 años y en Chernóbil 35 las situaciones son las mismas, a nivel de naturaleza y de fauna”, subraya el investigador.
Animales expuestos a radiación
Existen varios grupos de investigación que han tratado de entender los impactos ecológicos tras estos accidentes nucleares. Aunque la información científica ha estado limitada tanto en el caso de Chernóbil como en el de Fukushima, por el acceso restringido a ambas zonas de exclusión en las primeras semanas, los científicos han examinado la supervivencia y adaptación no solo de los individuos, sino también de las poblaciones.
La presencia de contaminación radiactiva parece afectar a escala individual o incluso molecular, como lo demuestra un estudio en ruiseñores bastardos japoneses (Cettia diphone). Uno de los tres ejemplares capturados en agosto de 2011 a 250 km de Fukushima, en una zona donde se detectó radiación procedente de la central, presentaba una lesión anómala en la cloaca y sus plumas estaban contaminadas.
“Sabemos que los altos niveles de exposición aguda a la radiación pueden causar daño genético. Sin embargo, los animales en Fukushima están expuestos crónicamente a bajas dosis de radiación y no está claro cuáles son los efectos finales de esta exposición”, explica a SINC James C. Beasley, investigador en el Savannah River Ecology Laboratory, de la Universidad de Georgia, en EE UU.
La radiación liberada en el momento del accidente pudo tener consecuencias directas e inmediatas en la vegetación, como pasó con el bosque rojo de Chernóbil, y en la fauna, afectando a la morbilidad de los vertebrados en abril de 2011 en el caso de Fukushima.
Otra investigación japonesa, publicada poco tiempo después de la catástrofe en Japón en la revista Scientific Reports, destacaba el impacto biológico soportado por una especie de mariposa, conocida como hierba pálida azul (Zizeeria maha). Los ejemplares murieron o sufrieron los daños genéticos y fisiológicos o anomalías morfológicas (un tamaño inferior). Los resultados corroboraron la implicación causal del accidente en otro trabajo.
Sin embargo, mientras algunos estudios documentan impactos moleculares o fisiológicos en ciertas especies de plantas y animales, otros no han logrado encontrar ningún efecto en las poblaciones de estudio. “Lo que no está particularmente claro es si los efectos sutiles a nivel celular se manifiestan en efectos de orden superior, como impactos en la salud de las personas o, en última instancia, efectos a nivel de población o comunidad”, subraya Beasley.
La investigación llevada a cabo hasta ahora por el equipo de este científico sugiere que cualquier efecto molecular, si ocurre, no es suficiente para manifestarse en impactos a la población o comunidad. “No obstante, es importante tener en cuenta que nuestros datos no sugieren que la radiación sea buena para la vida silvestre”, certifica.
Contaminación a la baja
Según Germán Orizaola, la radiación siempre va a estar presente en estas zonas, pero termina por decaer. La exposición crónica a bajas dosis, además, no es constante. “Los animales están expuestos a muchísima menos radiación de la que en un principio se podría pensar tras un accidente nuclear”, indica Orizaola.
Para comprobar los efectos a largo plazo de la presencia en los ecosistemas de radiocesio, el compuesto químico duradero que se liberó con el accidente y que se depositó en los suelos forestales de los alrededores, científicos japoneses analizaron las concentraciones del metal en lombrices de tierra de 2014 a 2016.
Los resultados demostraron que este elemento, que influye a largo plazo en los ecosistemas forestales, se concentró sobre todo en los intestinos de estos invertebrados. Sin embargo, los investigadores no observaron cambios significativos en las concentraciones de los animales, y las tasas equivalentes en el ambiente disminuyeron, “lo que corresponde principalmente a la desintegración física del radiocesio”.
Después del desastre de Fukushima y de Chernóbil, las sustancias más conflictivas, como el yodo, estuvieron presentes los primeros tres meses, pero “eso desaparece del ambiente después”, dice el experto. “Pasado eso queda radiactividad pero a niveles mucho más bajos y sobre todo no queda de manera uniforme, es decir, aunque luego se ven mapas en ambos lados de zonas más o menos contaminadas, luego en el campo la contaminación varía. Está totalmente parcheada”.
Para el investigador español, los animales no están constantemente expuestos a altos niveles de radiación, aunque esta perdure. “Lo importante es ver qué niveles y cómo de homogénea está distribuida en la zona”, subraya Orizaola, para quien también es importante la resistencia de los animales.
“Los niveles a partir de los cuales un organismo empieza a sufrir daños estaban basados en trabajos de laboratorio con exposiciones agudas durante un espacio de tiempo muy breve. Eso sí, hace mucho daño. Pero aquí no es el caso”, asevera. “Los animales están expuestos de una manera semicrónica a niveles mucho más bajos. Y todo indica que esos niveles más bajos tienen muchos menos efectos”, constata.
Menos humanos, más animales
Según los expertos, el efecto potencial de la exposición crónica a bajas dosis de radiación parece tener un menor impacto en las poblaciones que los efectos de las actividades humanas. Más allá del efecto fisiológico que la radiación haya tenido en los organismos, a nivel poblacional los animales no solo se han recuperado, sino que han surgido especies que llevaban tiempo sin aparecer en esa zona contaminada.
“No es que hayan vuelto especies en los dos lugares tras los accidentes, es que hay especies que no estaban antes y que ahora están, como los osos pardos que han llegado a Chernóbil y los osos negros a Fukushima. Hacía más de 100 años que no se veían estos úrsidos en la zona antes del accidente”, recalca el investigador.
Gracias a las cámaras por fototrampeo instaladas por el equipo de científicos de James C. Beasley se ha podido comprobar el regreso de la fauna salvaje a las zonas con radiación. En un estudio, los investigadores constataron una superabundancia de jabalíes (Sus scrofa) en las tres zonas de evacuación de Fukushima, con más de 46.000 ejemplares en total.
“En estos animales el efecto más directo de la exposición a la radiación son las cataratas y no se ha encontrado nada, pero tampoco a nivel de esperma o de reproducción”, señala Orizaola. Estos mamíferos han empezado incluso a salir de los prados de exclusión y a andar por las ciudades.
En la zona de Fukushima se unen a ellos los mapaches japoneses (Nyctereutes procyonoides), las liebres japonesas (Lepus brachyurus), los macacos japoneses (Macaca fuscata), las civetas de las palmeras enmascarada (Paguma larvata) o los tejones japoneses (Meles anakuma), entre muchos más.
“Nuestros datos sugieren que varias especies que habitualmente están en conflicto con los humanos, como el jabalí, los macacos japoneses y algunos mesocarnívoros, ahora son más abundantes en la zona de exclusión en comparación con las áreas pobladas cercanas”, cuenta a SINC Beasley que se ha sorprendido especialmente de la superpoblación de jabalíes.
Para el científico español, esto se debe al efecto beneficioso de la ausencia de humanos, “aunque aún no está claro si estos animales están experimentando algún tipo de efecto negativo de la exposición crónica a nivel molecular”, añade Beasley.
“En Chernóbil, por ejemplo, la densidad de lobos también es enorme ahora, incluso más alta que en reservas naturales de fuera, gracias a que toda esta zona de exclusión en el fondo es muy grande”, continúa. La extensión del territorio restringido beneficia a otros grandes mamíferos como los bisontes, que también han aparecido allí.
Adaptaciones biológicas ante la radiación
Teniendo en cuenta que la radiación y el nivel de contaminación van decayendo, los animales expuestos han sobrevivido a varias generaciones desde el incidente de Fukushima: cuatro generaciones en el caso de ranas, por ejemplo, y 10 en el caso de ratones. “Y apenas se detectan efectos significativos en ellos”, recalca Orizaola.
Los estudios realizados en Chernóbil empiezan a mostrar respuestas adaptativas de la fauna. La especie de rana que centra la investigación del equipo del ecólogo español, la ranita de San Antonio oriental (Hyla orientalis) que es normalmente verde, se está oscureciendo, hasta el punto de volverse negra.
Esto se debe a un proceso adaptativo debido a la radiación. “La melanina, la piel más negra, protege contra la radiación ultravioleta y parece que también podría hacerlo contra la radiación ionizante. Esto se sabe que pasa con hongos negros dentro del reactor averiado y creemos que en las ranas pasa exactamente lo mismo”, ilustra el científico.
La explicación puede estar en la variabilidad previa al accidente de la rana. “Ahora se está seleccionando a favor por un tipo de mutación aleatoria que ha pasado y le da esa ventaja”, detalla el investigador. A pesar de que en Fukushima aún no se ha observado este fenómeno, en Chernóbil solo se ha visto en esta especie de anfibio. Algunos pájaros han mostrado también una respuesta adaptativa al combatir mejor el estrés oxidativo en las zonas radiactivas.
A largo plazo, se irán produciendo cada vez más respuestas de organismos que tienen algún tipo de modificación, “pero en lugar de negativo, en positivo, para resistir mejor en un ambiente que sigue teniendo, aunque parcheada, algún tipo de contaminación radiactiva”, concluye el científico.
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