“Guárdense del consenso de los ‘expertos’”, advertía desde su titular un artículo de opinión publicado en el Washington Post por la columnista Megan McArdle a finales de mayo. “Parece que [este] era algo ilusorio y habría sido bueno recordar que, como el resto de nosotros, los científicos son propensos al pensamiento grupal y que las preocupaciones no científicas pueden infiltrarse en sus declaraciones públicas”, arrancaba el texto.
McArdle explicaba lo fácil que era caer en “la trampa de ‘los expertos dicen” y sugería que esta “ilusión de cuasi infalibilidad” prometía certezas en una época en la que el mundo está siendo mucho menos predecible de lo que pensábamos.
¿Razonable? El artículo criticaba que el “consenso de los expertos” hubiera encerrado en un ataúd la desde entonces resucitada hipótesis —hasta la fecha sin evidencias— de que el SARS-CoV-2 salió de un laboratorio de China.
“Los expertos no nos han contado la historia completa sobre la teoría del escape del laboratorio durante un año, ¿cómo sabemos si nos están contando la historia completa sobre el cambio climático?”, se preguntaba en Twitter el senador conservador australiano Matthew Canavan días después. De alguna forma, había seguido el consejo de McArdle.
Las palabras de Canavan son reflejo del llamado “antiintelectualismo”, la desconfianza hacia los expertos. No es un problema nuevo: “En Estados Unidos hay un culto a la ignorancia, y siempre lo ha habido. […] Ahora los oscurantistas tienen una nueva consigna: ‘¡No confíes en los expertos!”, escribió en 1980 Isaac Asimov en una columna sobre este tema publicada en Newsweek. Hoy, algunos investigadores se preguntan cómo afecta esta actitud a la percepción de la pandemia.
Contra los expertos
“El antiintelectualismo ha jugado un papel poderoso moldeando la reacción del público a la pandemia”, aseguraban los autores de un estudio publicado este año en la revista Nature Human Behaviour. El coronavirus ha bajado a la propia ciencia de su pedestal, pero son los expertos e investigadores quienes están en primera línea: comunican mensajes de salud pública, desmienten bulos y forman parte de la respuesta de los gobiernos a la covid-19.
Esta desconfianza, aplicada a la pandemia y según los autores del trabajo, reduciría la percepción del riesgo que supone el coronavirus y la adherencia a las medidas, y aumentaría las percepciones erróneas.
Los resultados, obtenidos a partir de encuestas con miles de canadienses, confirmaron esa hipótesis. “El antiintelectualismo supone un reto fundamental para mantener e incrementar el cumplimiento del público de las directrices de salud pública contra la covid-19 planteadas por los expertos”, concluían en el artículo.
El investigador de la Universidad de Ontario (Canadá) y coautor del trabajo, Eric Merkley, asegura a SINC que son muchas las razones que pueden llevar a la población a desconfiar de los expertos. “Pueden tener creencias populistas por las que ven a los expertos como un grupo de élites que se opone a los intereses de la gente”, asegura. Así, la ideología puede empujar a algunas personas a “rechazar” la opinión de los especialistas.
Merkley pone como ejemplo el cambio climático: “Tiene implicaciones políticas que se oponen a las creencias que tienden hacia la derecha, por lo que este tema puede crear animosidad frente a los expertos”.
Otro motivo, afirma, es la religiosidad, “típicamente ligada al antiintelectualismo porque la autoridad científica en ocasiones se ve como una amenaza para la autoridad religiosa”. También el miedo a la tecnología. “La conclusión es que científicos y expertos tiene un poder sobre las decisiones políticas que los lleva a tomar posiciones que amenazan los intereses y valores de ciertos grupos de ciudadanos”, añade Merkley.
El investigador advierte de que estas actitudes “importan” en países como Canadá y Estados Unidos, donde han “moldeado” las actitudes y el comportamiento del público en todo lo que rodea a la pandemia de covid-19.
Desconfianza en tiempos de crisis
El sociólogo de la Universidad Autónoma de Madrid Josep Lobera considera normal que estas mentalidades afloren en tiempos difíciles. “Es mucho más fácil vender que el pueblo está mal por culpa de las élites políticas, científicas y tecnocráticas cuando hay una crisis”, explica. Ante eventos complejos sin una explicación sencilla y rodeadas de miedo e incertidumbre, determinadas personas se “activan” y “compran” este tipo de ideas.
Lobera cree que es importante “delimitar bien las fronteras” al hablar de este tema. Separa así entre la mentalidad anticiencia —minoritaria en España, según explica—, la conspirativa y el populismo anticientífico. Este último lo identifica con Trump y Bolsonaro y sus “interpretaciones políticas” de la ciencia. Sería, por lo tanto, una “rama política” distinta de las otras dos, aunque “a veces se entrecrucen”.
Estas posiciones no son un bloque cerrado y delimitado. “Tienen un rango muy amplio que va desde las dudas razonables, sutiles e informadas hasta el descreimiento total ante cualquier informe técnico no avalado por el partido político afín”, matiza Lobera.
También aclara que son actitudes que siempre han estado ahí, en ocasiones escondidas dentro de cada persona. “En 2019 no veías personas conspiranoicas porque el mundo estaba tranquilo. De repente, en 2020 te sientas con mascarilla en una terraza con tu primo y descubres una dimensión suya que no conocías porque el contexto es diferente”, comenta. “Él siempre ha sido así, se defiende de esa forma de una incertidumbre que hasta entonces no existía a ese nivel”.
Una actitud más positiva...
Aunque el trabajo de Merkley advierta de los peligros de la desconfianza hacia los expertos, lo cierto es que la actitud de la población ante la ciencia ha mejorado durante la pandemia. Así lo muestran numerosas encuestas publicadas por todo el mundo en el último año.
El investigador de la Universidad de Warwick (Reino Unido) Eric Jensen cree que la actitud de la población se ha vuelto más positiva hacia la ciencia y asegura no ver evidencia de que haya un “sector creciente” de personas con mentalidad antiintelectualista. Merkley tampoco lo piensa. De hecho, espera que la confianza aumente debido a que “la ansiedad de la gente ha hecho que se vuelvan hacia las autoridades científicas”.
“En estos tiempos de desinformación son unas raras buenas noticias”, aseguraba Jensen en una correspondencia publicada en Nature en la que compartía los resultados de algunas de estas encuestas. Por ejemplo, los niveles de confianza en la ciencia aumentaron en Alemania de un 46 % en 2019 a un 60 % en noviembre de 2020, antes de que se aprobaran las vacunas contra la covid-19. El pico, sin embargo, se alcanzó en abril de 2020, con un 73 % de apoyo.
Lobera afirma que esos vaivenes nos recuerdan no debemos sacar conclusiones precipitadas, al menos en el caso de España. “Con los datos de nuestro país no podemos decir que la gente confía más en la ciencia”, dice. “Para la gente ha sido un año y medio de shock, y en ese contexto hay quien reacciona creyendo en la ciencia y poniéndole velas como si fuera infalible; y hay quien duda del cura y del científico”.
Por eso cree importante esperar a que cada sector salga del estado de conmoción imperante para ver cómo se modula todo. En tiempos difíciles, algunos tienen una actitud “exageradamente confiada y cientifista” y otros reaccionan ante la incertidumbre con pensamientos conspirativos.
… pero más polarizada
Jensen admite que puede haber “una pequeña tendencia hacia la polarización” que haga que la visión de las personas sobre estos temas se vuelva más firme, ya sea hacia un lado o hacia otro. Lobera coincide con esa apreciación y pide prudencia: “La pandemia nos polariza, no podemos hablar de una tendencia social”, aclara. “Tenemos tendencias sociales divergentes, con grupos con una mayor confianza en la ciencia y grupos con una mayor mentalidad conspirativa y anticientífica”.
Esta polarización ya la sugirió la tercera ronda de la Encuesta de Percepción Social de aspectos científicos de la covid-19, elaborada por la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT) y dirigida por Lobera. Según sus resultados, uno de cada cuatro españoles cree que existen organizaciones secretas que influyen en las decisiones políticas y casi un tercio piensa que las mascarillas son malas para la salud.
Las futuras encuestas de percepción de la ciencia deberán ser muy cuidadosas a la hora de evaluar los cambios en la polarización de la ciudadanía, explica Lobera. “Será interesante, porque puede que la media no cambie mucho pero cuando mires más a fondo resulte que haya grupos que se han ido hacia los extremos”.
¿Qué sucederá cuando acabe todo? “Es imposible saber si estos cambios hacia una mayor confianza en la ciencia se mantendrán a largo plazo más allá de la pandemia, pero hay una buena posibilidad de que perduren”, confía Jensen. Pone como ejemplo un precedente histórico: el ambiente procientífico que siguió a los logros científicos y tecnológicos de mediados del siglo XX.
Lobera es más cauto: “Vamos a salir más desiguales de esta crisis en lo referente a creencias, estado de ánimo e interpretaciones. Las teorías conspirativas durarán décadas”.
“Hay quien tendrá la pandemia en su vida durante muchos años, o seguirán anclados en 2020 y 2021. Algunos no recuperarán su economía, su vida ni su pareja perdida. Otros están hoy peor que nunca”, dice. Por el contrario, “hay grupos que ya se han olvidado de la covid-19”. Por eso no ve la situación en términos de principio y final, sino como “un chicle que se estira” más para unos que para otros.
Receta contra el antiintelectualismo político
Merkley aclara que el antiintelectualismo puede variar entre grupos de ciudadanos, contextos nacionales y a lo largo del tiempo, pero que existen pocos datos para plantear un perfil demográfico común entre países.
“Según los datos de Canadá y Estados Unidos, los individuos con un alto sentimiento antiintelectualista tienen un nivel educativo y socioeconómico menor, son más religiosos y tienden a vivir en áreas rurales y ser hombres”, resume. “Tienen menos aptitudes científicas, una menor inclinación a evaluar con cuidado la información nueva y se inclinan hacia la derecha política y el populismo”.
Este perfil, sin embargo, no tiene por qué ser extrapolable a otros lugares. Asegura que no existe evidencia de que el sentimiento antiintelectual sea “más pronunciado” en unos países que en otros pero, de nuevo, compara las similitudes entre Canadá y Estados Unidos.
Hace falta un consenso
“La diferencia fundamental que separa a países como Estados Unidos y Brasil del resto es el grado en el que las élites políticas usan una retórica antiintelectual para polarizar a su público”, comenta Merkley. Cuando medios y partidos concretos recurren a ella, la “atan a un conflicto ideológico con una extensión mucho mayor”. El resultado, advierte, tiene “enormes consecuencias para la salud pública”. Pone como ejemplo las “catastróficas” tasas de vacunación en los estados republicanos de Estados Unidos.
Merkley explica que lo más importante para evitar el antiintelectualismo es que políticos y partidos alcancen un consenso para que este concepto no quede unido a una ideología polarizada concreta. “Ese barco ha zarpado en varios países”, asegura. La solución, según el investigador, pasa por elevar los mensajes de aquellos líderes de opinión que “se toman la covid-19 en serio” y atraer a los ciudadanos con este tipo de mentalidad.
“Puede haber formas de plantear la vacunación de la covid-19 de formas que atraigan a los conservadores que desconfían en los expertos más allá de simplemente apoyarse en la autoridad científica para lograr esa persuasión”, añade Merkley.
En contextos tan polarizados como el de Estados Unidos, piensa, este viaje será una “enorme cuesta arriba”. El club de la ignorancia que denunciaba Asimov hace 40 años no desaparecerá con el coronavirus. Con suerte, tampoco aumentará su lista de miembros.