La malaria o paludismo es una enfermedad producida por el protozoo Plasmodium. Actualmente se producen aproximadamente 229 millones de casos de malaria al año y unas 400 000 muertes. Unas cifras que pisan los talones a las del SARS-CoV-2, que en el año y medio que llevamos de pandemia ha estado detrás de cerca de 250 millones de casos y 5 millones de muertes.
P. falciparum es la especie del género Plasmodium mayoritaria en África, responsable de la mayoría de la mortalidad por paludismo en el mundo. Al contrario de lo que ocurre con la COVID-19, los menores de cinco años son los que experimentan un curso más grave de la enfermedad suponiendo más del 65 % de las muertes.
El ciclo vital del plasmodio
El parásito se transmite por la picadura de las hembras de un mosquito de Anopheles. El ciclo vital de P. falciparum es complejo y el protozoo pasa por diferentes morfologías. Tras la picadura, el plasmodio pasa a sangre (se denomina esporozoíto desde ese momento), infecta y se reproduce en células hepáticas. Estas se convierten en fábricas de merozoitos, que es el nombre con el que se designa el nuevo estado de su ciclo vital. Los merozoitos son capaces de infectar y destruir eritrocitos (glóbulos rojos sanguíneos), desencadenando la fase con sintomatología clínica.
El contacto a lo largo de la vida con el parásito Plasmodium genera una respuesta inmune progresiva, por lo que adultos recientemente infectados por diferentes cepas de P. falciparum circulantes pueden eliminar el parásito sin desarrollar sintomatología clínica. Eso hace factible el desarrollo de vacunas que protejan frente a la gran variedad de cepas de P. falciparum a las que pueden exponerse.
La respuesta inmune frente a P. Falciparum se dirige frente a diferentes fases de su ciclo vital. Estudiarla no es sencillo, dado que el parásito tiene más de 5 000 genes, muchos de ellos con diferencias entre cepas. Los anticuerpos generados en personas previamente infectadas impiden que los esporozoítos infecten células hepáticas, mientras que los linfocitos T citotóxicos son capaces de destruir las células hepáticas infectadas impidiendo su reproducción.
La vacuna recientemente recomendada por la Organización Mundial de la Salud en países con una incidencia moderada o alta de malaria producida por P. falciparum se denomina RTS,S/AS01 o Mosquirix. Tras su administración genera la producción de anticuerpos y de linfocitos T CD4+ memoria frente a una proteína presente en el estadio de esporozoíto de P. falciparum (fase pre-eritrocítica) denominada CS (circunsporozoite Protein). También genera células B memoria anti-CS.
Como la mayoría de las vacunas de proteínas, Mosquirix requiere varias dosis. Se debe a que se trata de vacunas no replicativas incapaces de infectar células. Y eso hace que permanezcan poco tiempo en el organismo.
Concretamente, Mosquirix necesita tres dosis (separadas un mes) para mantener en el tiempo una concentración (cantidad) de anticuerpos en sangre protectora frente a la infección o frente al desarrollo de enfermedad grave. Como la protección frente a la infección disminuye conforme pasa el tiempo desde la vacunación, hay que proporcionar una dosis de refuerzo a los 18-24 meses de edad y así lograr una reducción de casos graves en niños vacunados mantenida en el tiempo.
Vacuna a los 5 meses de vida y con un 40 % de eficacia
La primera dosis de muchas vacunas se inicia a los dos meses de vida, lográndose así una precoz protección frente a la infección. Sin embargo, los ensayos clínicos realizados en siete países africanos entre 2010 y 2014 demostraron que esta vacuna era más eficaz si su introducción se posponía a los cinco meses de vida. Aún así, la eficacia de la vacuna rondaba el 40 %.
Los datos recogidos en Malawi, Kenia y Ghana desde 2017, cuando se introduce en el calendario vacunal en algunas regiones de estos países, sugieren que la vacunación puede evitar cuatro de cada 10 casos de malaria clínica, 3 de cada 10 casos de malaria grave y 4 de cada 10 hospitalizaciones.
Existe incertidumbre sobre el número de muertes que se pueden evitar ya que durante los ensayos clínicos fueron excepcionales. Modelos teóricos y los datos recogidos en los tres países citados parecen indicar que evitaría una muerte infantil por cada 200 o 1 000 vacunados en regiones de alta incidencia de malaria. Sorprende, sí, porque parece contradecir esa eficacia del 30-40 % de la que hablábamos antes.
La vacuna Mosquirix ha pasado por más de 30 años de investigación y numerosos ensayos clínicos antes de que la OMS recomendara su uso a gran escala. Es la primera vez que esto ocurre en vacunas frente a protozoos parásitos, organismos extraordinariamente complejos y que han desarrollado sofisticados mecanismos para la evasión del sistema inmune.
Esta nueva herramienta, incorporada a la lucha mundial frente a la malaria, ofrece un ejemplo a seguir de colaboración público-privada donde los bajos beneficios generados a la empresa se reinvierten en investigación.
No obstante, como Mosquirix no brinda una protección completa, y además esta disminuye con el tiempo, existen diversos ensayos clínicos con otras vacunas frente a la malaria con resultados prometedores. Esperemos que ayuden a mejorar aún más la vida de millones de personas.
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