Si nos preguntamos qué nos da miedo, nos damos cuenta de que muchas veces es lo desconocido lo que provoca esta emoción. No saber, no comprender, no controlar, o no confiar. Cuanta más compresión del otro, de lo nuevo, de lo diferente, menos miedo. Como dijo Marie Curie: “Nada en la vida deber ser temido, solamente comprendido”.
El miedo es una emoción innata que compartimos como especie humana con otros animales, mayoritariamente los mamíferos. Y se produce ante una sensación de peligro o amenaza real, evocada por un recuerdo o por simulación, donde se pone en peligro la supervivencia.
Legitimar el miedo
El psicólogo estadounidense Paul Ekman estableció, sobre la base de 100 000 expresiones faciales, las seis emociones básicas: alegría, tristeza, miedo, asco, ira, sorpresa. Todas las emociones tienen su función; si no, las habríamos transformado o aniquilado a lo largo de la evolución.
Una de las funciones básicas del miedo es ayudar a la supervivencia. Si no tuviéramos miedo, nos atreveríamos a cruzar todos los límites, y fácilmente se nos iría la vida.
La expresión de las emociones también tiene diferentes intensidades y grados en el tiempo. Así, si nos detenemos a mirar el miedo, nos encontramos con emociones afines como la inquietud, que tiene poca intensidad. Si la intensidad va incrementándose aparecen el nerviosismo y la ansiedad. Le siguen en intensidad el temor y la desesperación. Y cuando el miedo es muy intenso surgen el pánico, el horror o el terror.
Lo importante en cada caso es detenerse a escuchar y reconocer las diferentes emociones, tomar consciencia de su origen y ponerle nombre. Saber nombrar con propiedad cada emoción es básico para gestionarla, porque ya hemos visto que es muy diferente sentir inquietud que pánico, por ejemplo.
De lo que no cabe duda es de que la expresión de miedo es legítima.
Enfrentarse al miedo
Podemos hablar de tres reacciones básicas frente al miedo.
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Primero surge la fuga. Ante algo que parece amenazante, o muy superior, el primer instinto de supervivencia es huir.
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En segundo lugar, podemos enfrentarnos a los miedos. Si es un objeto real, la reacción ante algo que nos amenaza es la de luchar contra ello. De ahí las frecuentes guerras, peleas y ataques entre humanos.
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La tercera reacción no es otra que esconderse. Ante el miedo, muchos animales se mimetizan, se quedan quietos, y esta reacción primaria también la hacemos nuestra muchas veces cuando nos sentimos amenazados: el miedo nos paraliza.
Lo realmente importante ante el miedo –o los miedos, en sus diferentes grados–es saber discriminar si es real o fruto de nuestra imaginación o pensamientos. De hecho, muchas de las causas de nuestra ansiedad no son reales, son creaciones imaginarias.
No nos da miedo el monstruo que hay debajo de la cama, sino mirar debajo de la cama. Tomar conciencia de nuestros miedos y enfrentarnos a ellos es lo que nos hace crecer.
Acercarse al miedo por elección
Lo paradójico del asunto es que hay personas que disfrutan viendo películas de terror o viviendo escenas de horror creadas artificialmente. Es más, las celebraciones propias de la fiesta de Halloween nos parecen terroríficamente divertidas. ¿Cómo puede ser que, mientras la mayoría de las personas suelen evitar las sensaciones intensas de miedo, hay otras que parecen elegirlas?
La neurociencia tiene la respuesta. Nuestro cerebro vive intensamente una película de terror: el cerebro percibe una amenaza, la amígdala envía una señal al hipotálamo que, a su vez, activa el sistema nervioso simpático para que el cuerpo se prepare para la acción, es decir, para que pueda huir, luchar, etc. Casi como si fuera real.
Simultáneamente, las glándulas suprarrenales aumentan la producción de noradrenalina, lo que acelera el ritmo cardíaco y aumenta el flujo de sangre cargada de adrenalina hacia los músculos y la epidermis. Cuando adrenalina y noradrenalina entran en contacto, los músculos se contraen y se tensan.
En este momento nuestro cerebro está viviendo plenamente la emoción. Pero en el fondo sabe que es sólo por un tiempo limitado (lo que dure la película, el pasaje del terror o el escape room).
Y ahí radica la esencia: el cerebro lo vive como un juego el que se permite entrar al 100 % sabiendo que hay una salida, un final.