Aún existen algunas verdades rotundas en esta época de opiniones encontradas y descreimiento. Que los niños son el futuro es una de ellas. Si, además, tenemos en cuenta la inocencia y la vulnerabilidad que definen la infancia y la transición a la vida adulta, y que lo que sucede en esta etapa es clave para el desarrollo cognitivo, emocional y social de cualquier niño, resulta también indiscutible la necesidad de garantizarles una protección especial. Así lo reconoce la Convención para los Derechos del Niño.
En el caso de los niños de origen migrante se dan, además, muchas otras vulnerabilidades. A los estereotipos a los que se enfrentan en la calle o en el aula se añade, con frecuencia, un estatus administrativo más o menos precario para ellos o para sus familias, que puede limitar el acceso a servicios y que genera miedo e incertidumbre.
Muchos de estos niños y niñas se enfrentan, además, a un idioma y cultura desconocidos. Empiezan de cero en centros educativos donde todo resulta extraño, no entienden a nadie y tampoco se pueden hacer entender. Algunos han sufrido también experiencias traumáticas, ya sea en su país de origen o en el camino. Y a todo ello se enfrentan a veces sin apoyo familiar o bien con dificultades familiares de todo tipo, arrastradas por la experiencia migratoria y el desarraigo.
En total, en los 27 países de la Unión Europea hay casi cinco millones de niños nacidos en el extranjero y 6,6 millones con nacionalidad extranjera. De ellos, más de medio millón y casi un millón, respectivamente, residen en España. Estas cifras incluyen desde recién llegados y solicitantes de asilo a niñas y niños nacidos en este país de padres extranjeros.
Todos ellos son nuestra responsabilidad y también nuestro futuro. En esta etapa de sus vidas se decide en qué tipo de adultos se convertirán, cómo se relacionarán con la sociedad, qué esperarán de ella y de sí mismos. Esto debería llevarnos a plantear algunas preguntas importantes: ¿cómo les va en aspectos fundamentales para su desarrollo, bienestar e inclusión? ¿Cómo les va a los colegios que trabajan con esta diversidad y qué políticas se están aplicando para sostener y apoyar a unos y a otros?
Hasta ahora estas preguntas tenían difícil respuesta por falta de marcos de referencia y datos, pero los recientes resultados del proyecto IMMERSE intentan empezar a responderlas. El proyecto, liderado por la Universidad Pontificia Comillas y financiado por la Comisión Europea, se ha desarrollado durante cinco años en Alemania, Bélgica, España, Grecia, Irlanda e Italia.
Contando con la participación de niños, niñas, familias, educadores/as, entidades sociales y responsables políticos, se han seleccionado 30 medidas clave y se han recogido datos secundarios y datos de encuesta entre más de 24 000 niños y niñas y más de 400 centros.
Los resultados, presentados recientemente en Madrid (España) y en el Parlamento Europeo, nos permiten empezar a despejar muchas dudas.
Acceso a los derechos básicos
Por un lado, el acceso a derechos básicos como la educación obligatoria o la atención médica está fundamentalmente consolidado en los seis países analizados, aunque con déficits significativos en los niveles de escolarización en Grecia y Alemania. Sin embargo, los indicadores de rendimiento académico y escolar exponen claras desventajas entre los niños y niñas de origen migrante en todos los países.
De acuerdo con los datos de encuesta recogidos, la inmensa mayoría de estos niños/niñas (alrededor del 80 %) se declaran felices, un dato que muestra ante todo el optimismo y resiliencia a estas edades, que son compartidos por niños/niñas de cualquier condición. Además, la mayoría de estos niños y niñas confían en las instituciones (educativas, sanitarias, de seguridad).
En el colegio
En contraste, otros indicadores claves para el bienestar de estos niños y niñas arrojan peores resultados: tan solo alrededor de la mitad declaran un fuerte sentido de pertenencia en su colegio, o dicen contar con el apoyo de amigos/amigas y compañeros/as o de sus profesores/as, de nuevo en clara desventaja con otros niños y niñas no migrantes. En muchos de estos indicadores España está, no obstante, a la cabeza entre los países analizados, destacando el nivel de apoyo por parte de los profesores/as y la confianza en las instituciones educativas, donde apenas existen diferencias con niños y niñas no migrantes.
En contraste, los resultados referidos a políticas que intentan garantizar no solo el acceso a derechos, sino también apoyos específicos necesarios para niños, niñas, profesores, profesoras y centros educativos, son mucho menos satisfactorios en todos los países. Particularmente en lo referido al apoyo para el acceso a la educación superior y la política de educación intercultural en el caso de España.
Compromiso con la interculturalidad
En los centros educativos emerge un compromiso claro con la interculturalidad en casi todos los países, y especialmente en España. Pero falla la implementación en el día a día de las clases, y en la comunicación con los padres y madres. Y, de manera clave, en todos los países se da una preocupante ausencia de servicios de salud mental y apoyo psicosocial en los centros.
Por todo ello, a la pregunta de si lo estamos haciendo bien cabe responder: en gran parte sí, pero existe mucho margen de mejora. En particular, los resultados en España deberían motivarnos a apoyar decididamente la labor que se realiza desde los centros, particularmente desde el ámbito de las políticas sociales y educativas.
Este esfuerzo de mejora no solo es necesario, sino que merece mucho la pena. Partimos de una buena base: derechos básicos consolidados, confianza en las instituciones y una declaración de optimismo que, eso sí, va claramente disminuyendo con la edad, en el camino de la transición a la edad adulta.
Los datos deben ir de la mano de la reflexión y el análisis y motivarnos en la dirección de mejoras que están al alcance de la mano. Se lo debemos y nos lo debemos.