La industria textil, una de las más globalizadas, emplea a más de 60 millones de trabajadores en todo el mundo. En su mayoría, son mujeres jóvenes no cualificadas de países del norte y centro de África y del sudeste asiático, donde el sector de la confección ha sido clave para el crecimiento que ha experimentado la economía. Pero, ¿a qué precio?
En los últimos años, en Camboya, muchas costureras –un 90% son mujeres– han sido arrestadas e incluso asesinadas cuando protagonizaban protestas masivas en las que pedían mejores condiciones laborales. Sin embargo, a pesar de su incesable lucha, su inhumana rutina en las fábricas de ropa que trabajan para reconocidas marcas internacionales no ha cambiado, según revela Human Rights Watch.
Las trabajadoras cobran míseros sueldos a cambio de duras jornadas de trabajo que a menudo se alargan obligatoriamente con horas extraordinarias no remuneradas, y sufren represalias –despidos, reducciones salariales y traslados punitivos– si se agrupan en sindicatos, no obedecen a los supervisores o se quedan embarazadas, según detalla el informe Work Faster or Get Out: Labor Rights Abuses in Cambodia’s Garment Industry (Trabajen más rápido o váyanse: Violación de derechos laborales en el sector de la confección de Camboya). Una situación que se perpetúa gracias a la pasividad del gobierno del país asiático y de las marcas de vestimenta occidentales que se benefician de estas condiciones.
Sufren represalias por afiliarse a sindicatos, desobedecer o quedarse embarazadas
La organización de derechos humanos ha comprobado que los capataces de los centros de trabajo presionan a las empleadas para que cumplan a toda costa con los objetivos de producción impuestos por las multinacionales de la moda, limitando sus descansos para beber agua o para alimentarse e incluso negándoles el acceso a los aseos. El exceso de trabajo –entre las 60 y las 80 horas semanales–, las altas temperaturas y la insuficiente ventilación de las fábricas causan frecuentes desmayos. Sólo en agosto del pasado año los sufrieron más de un centenar de trabajadoras del mismo complejo industrial.
En el informe también se documentan casos de explotación infantil en al menos 11 de las fábricas investigadas, una práctica ilegal que se comete con más frecuencia en talleres clandestinos, en los que se produce a destajo cuando se acercan las fechas de máximo consumo en los países occidentales, como las fiestas navideñas y las rebajas. Estos centros son subcontratados por empresas de mayor envergadura con licencia de exportación y, por tanto, no son sometidos a ningún tipo de control. Así, se saltan las inspecciones de Better Factories, un programa de la Organización Internacional del Trabajo lanzado en 2001 que tiene como misión controlar las condiciones laborales en los talleres textiles, pero sólo de aquellos que cuentan con permisos para exportar.
“El gobierno de Camboya debería tomar medidas urgentes para terminar con la deficiente aplicación de su legislación laboral y proteger a los trabajadores frente a los abusos”, afirma Aruna Kashyap, investigadora de los derechos de la mujer de Human Rights Watch. Entre 2009 y 2013, las autoridades camboyanas sólo multaron a 10 fábricas e iniciaron acciones legales contra siete. En 2014, si bien el número de multas ascendió a 25, la cifra seguía siendo “extremadamente baja” al compararla con la cantidad total de fábricas y los patrones persistentes de violaciones de derechos del trabajo denunciados por Better Factories, señalan desde la ONG.
Entre 2013 y 2014, tras múltiples huelgas duramente reprimidas por el gobierno que preside Hun Sen, las empleadas camboyanas consiguieron un aumento del salario mínimo: de los 80 dólares (unos 75 euros) por mes de 2013 han pasado a cobrar 128 dólares (120 euros) a partir de enero. Una subida que sin embargo está lejos del propio cálculo gubernamental del salario digno –entre 157 y 177 dólares mensuales– y que además ha ido acompañada de una mayor presión para cumplir metas de producción.
90 prendas por hora
"La cuota de producción que nos fijaban era de 80 prendas por hora. Pero cuando se aumentó el salario mínimo, la elevaron a 90. Si no lo conseguimos, nos gritan furiosos. Nos dicen que somos trabajadores lentos. Que tenemos que hacer horas extras. Y no podemos negarnos. Somos como esclavos, y no trabajadores. Incluso si vamos al servicio, nos vienen a apremiar para que regresemos", denuncia una de las trabajadoras entrevistadas para la realización del informe.
El pequeño gesto positivo también ha provocado temor en la Asociación de Fabricantes de Prendas de Vestir de Camboya (Garment Manufacturers Association of Cambodia) ya que, ante la feroz competencia entre minoristas, consideran que si la mano de obra es más cara, las multinacionales se irán a “mercados menos costosos” dañando a un sector estratégico de la economía del país y con ello haciendo peligrar la subsistencia de las mujeres: el pasado año Camboya exportó ropa por valor de 5.700 millones de dólares (unos 5.330 millones de euros) y empleó a 700.000 trabajadoras –sin incluir a las costureras que trabajan estacionalmente desde sus domicilios–. El mercado está dominado por inversiones extranjeras provenientes de Hong Kong, Taiwán, China, Singapur, Malasia y Corea del Sur.
Las grandes firmas textiles determinan qué se produce, dónde y por quién, y según Human Rights Watch, también obstaculizan la supervisión y el cumplimiento de las normas laborales. “Se trata de marcas de vestimenta globales ampliamente conocidas. Tienen una posición privilegiada y pueden y deberían hacer más para asegurar que sus contratos con las fábricas textiles no contribuyan a que se violen derechos laborales”, denuncia Kashyap, quien añade: “Deben contribuir al cumplimiento de la normativa laboral divulgando con carácter público y de manera periódica los nombres y la dirección de sus fábricas”.
El salario mínimo subió hasta los 120 euros, pero también aumentó la carga de trabajo
En los años 90, las principales empresas de la moda, que consiguen abultados beneficios –uno de los líderes mundiales, la española Inditex, por ejemplo, ganó unos 2.500 millones de euros en 2014–, empezaron a comercializar ropa y calzado fabricados en precarias condiciones en países en vías de desarrollo a cambio de magros salarios. Unas prendas que después venden con suculentos márgenes de ganancias en occidente, donde los ciudadanos pasan gran parte de su tiempo de ocio en los centros comerciales buscando gangas sin la menor reflexión sobre qué hay detrás del vaquero o la camiseta que tienen entre las manos, muchas veces confeccionado por manos esclavas.
La explotación de las trabajadoras de la confección no entiende de fronteras: las costureras de Camboya comparten su miseria con las de China o Bangladesh, donde la mano de obra es igualmente barata y las legislaciones menos restrictivas. Una combinación perfecta para los insaciables balances de las multinacionales de la moda.
China es el principal productor y exportador del mundo de la industria de la confección. Sin embargo, buena parte de la producción se está trasladando a países como Bangladesh, Camboya, Vietnam, India, Pakistán y Sri Lanka, donde, según la Organización Internacional del Trabajo, se pagan los salarios mínimos más bajos del sector. Y donde se suceden trágicos accidentes. Diversas fábricas ardieron en Pakistán y Bangladesh durante 2012 y un año después el derrumbe del edificio Rana Plaza, que acabó con la vida de más de 1.000 trabajadores, conmovió por fin a la opinión pública internacional.
No obstante, los supuestos esfuerzos iniciados tras el fatal accidente para erradicar las violaciones de los derechos laborales en el sector de la confección parecen no haber dado frutos. El reciente documental Las costuras de la piel, de la productora No Dust Films, creada por cuatro jóvenes catalanes, muestra el día a día de las trabajadoras de fábricas textiles de Bangalore, en el sur de la India, nos recuerda todo lo que todavía queda por hacer. Ellas ya han empezado a unirse y a organizarse para reclamar justicia. Los consumidores finales tienen mucho que decir en esta lucha.
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