En un discreto rincón de una escuela universitaria, unos individuos enfundados en trajes anticontaminación cultivan lechugas y observan como unas ratas blancas duermen plácidamente. Su objetivo es nada menos que recrear el ciclo de la vida en un circuito artificial cerrado. Y más en concreto, reproducir tecnológicamente un ecosistema terrestre que pueda funcionar de forma autosuficiente durante varios años en el interior de una nave espacial.
Sin un soporte vital de este tipo y con los medios de transporte actuales, resultará completamente inviable un viaje más allá del sistema Tierra-Luna. Es decir, jamás se podrá llegar a Marte, el próximo gran objetivo de la exploración del espacio, cuya conquista han augurado algunos portavoces de la NASA para la década de 2030.
Y en hacerlo posible están empeñados los investigadores del Proyecto MELiSSA (siglas de Micro ecological life support system alternative, alternativa de soporte vital microecológico) de la Agencia Espacial Europea (ESA), el más avanzado del mundo en este terreno (estadounidenses, rusos, chinos y alemanes desarrollan los suyos propios). Un centenar de expertos (agrobiólogos, microbiólogos, bioingenieros, ingenieros eléctricos y electrónicos, especialistas en genómica, en proteómica, veterinarios) de trece organismos públicos y privados de España, Bélgica, Italia, Francia y Canadá participan en las investigaciones que van dando forma a una idea nacida en la mente del ya fallecido ingeniero francés Claude Chipaux hace ya tres décadas: que no podremos llegar muy lejos en el cosmos sin la ayuda de las plantas y las bacterias.
El modelo tiene que convertir los residuos de los tripulantes en nuevos recursos vitales
El sistema tiene que ser capaz de producir oxígeno, agua y alimentos para los astronautas, y gestionar sus residuos (dióxido de carbono, heces, orina, restos de comida), que deberán ser empleados para generar de nuevo los elementos fundamentales para la vida que precisará el pasaje. Sin que falte ni sobre de nada. En la actualidad, los residentes en la Estación Espacial Internacional (ISS, en sus siglas en inglés) ya reciclan su atmósfera y el agua mediante procedimientos fisico-químicos. Pero reciben mensualmente aportes externos de oxígeno, agua limpia y comida. Y pueden deshacerse del CO2, el hidrógeno y los residuos sólidos. En una larga travesía por el espacio profundo no se podrá contar ni con una cosa ni con la otra. Todo tendrá que quedarse en casa.
“Nuestro objetivo es hacer viable un viaje de ida y vuelta a Marte de entre dos y tres años para seis personas”, resume el director de la planta piloto de MELiSSA, el lugar donde se ponen en práctica los progresos realizados en los diferentes países. Francesc Gòdia, doctor en ingeniería química de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), en cuyo campus de Bellaterra, a una veintena de kilómetros de la capital catalana, se halla la instalación, sintetiza: “Aquí tratamos de contestar la gran pregunta que nos hacemos: si es posible el ciclo cerrado, de momento en condiciones terrestres”, explica.
El primer viaje de seres humanos a Marte tendrá que verse precedido por un buen número de fases preparatorias. Primero será preciso que entren en funcionamiento las nuevas naves Orion estadounidenses, que garantizarían el transporte hasta nuestro satélite (algo que no se espera que sea posible antes de 2023). Después, habrá que situar una nueva estación espacial en órbita lunar, o en algún punto estable de equilibrio gravitatorio entre la Luna y Marte, proyecto en el que colaboran la NASA y las agencias espaciales europea, rusa, canadiense y japonesa y al que se ha dado impulso este año.
Más de 30 toneladas de carga
Es lo que se conoce como Deep Space Gateway, la puerta al espacio profundo. Desde ella se podrán enviar naves a objetivos enormemente más lejanos, como Marte. Durante unos cuantos años serán misiones no tripuladas, que permitirán perfeccionar las técnicas de aterrizaje (o sería más correcto hablar de amartizaje) y llevarán al planeta rojo vehículos de transporte terrestre y avituallamientos para los pioneros astronautas que lo pisen.
Más adelante, deberá llegar también allí la nave que les permitirá abandonar aquel hostil planeta. Y las primeras misiones ya tripuladas todavía no descenderán a la superficie marciana: permanecerán orbitando alrededor de aquel nuevo mundo mientras llevan a cabo toda clase de observaciones previas. En cualquier caso, en etapas sucesivas, las permanencias humanas en el espacio serán cada vez más largas y distantes.
En ese momento llegará la hora de la verdad para nuestro ecosistema artificial. Hasta ahora se han afrontado viajes de horas o de días, pero de golpe estos pasarán a ser de meses o de años. A razón de unos cinco kilos por jornada de suministros vitales (oxígeno, agua y comida) por astronauta (y el cálculo no incluye el líquido para el aseo), “la misión a Marte tendría que cargar con más de 30 toneladas de carga”, precisa el director técnico de la planta piloto, Enrique Peiró, especialista en microbiología industrial. El más potente cohete actual, el Falcon Heavy de la compañía Space X de Elon Musk, solamente podría transportar hasta el planeta rojo una decena de toneladas.
El reto es hacer viable un viaje de ida y vuelta de entre dos y tres años para seis personas
Así que, de no mediar insospechados avances tecnológicos en materia de propulsión, no será posible evitar el acarreo de buena parte de los suministros necesarios. El reto es hacer la carga tan pequeña como se pueda. Para solucionar el problema hubo que fijarse en la naturaleza, donde nada se desaprovecha, donde la muerte de la materia permite el surgimiento de nueva vida.
La inspiración llegó desde un entorno lacustre, donde diferentes microorganismos metabolizan los residuos de animales y plantas a diferentes niveles de profundidad en el agua mediante procesos de fermentación en ausencia de oxígeno, nitrificación o fotosíntesis, y los convierten en nutrientes que vuelven a ser aprovechados en la cúspide del sistema por los seres pluricelulares. Lo que ha hecho MELiSSA es “ingenierizar un ciclo ecológico natural”, resumen sus responsables.
En la planta piloto, cada uno de estos procesos se ha reproducido en el interior de un sofisticado biorreactor, dispositivos desarrollados en gran medida por la industria farmacéutica en los que confluyen una cantidad inimaginable de tubos, válvulas, cables y sensores. Entre ellos se mueven los técnicos de los encapuchados monos azules, que no los visten para protegerse de ninguna amenaza, sino para no contaminar ellos las estancias, dotadas con un sistema de presión en cascada para impedir la entrada de la menor partícula.
Y algunos reactores, es decir, algunas partes del ciclo ecológico, ya han empezado a ser interconectados. Por ahora, gracias a complejos modelos matemáticos, se ha conseguido ajustar su funcionamiento para integrar hasta tres circuitos bilaterales, en los que se efectúa un intercambio de sólidos, líquidos o gases. Para el año que empieza (2019) se espera poder llevar a cabo un cuarto paquete de integración, sobre un total de 18 posibles (aunque la cifra final está en constante redefinición y podrá verse modificada al alza o a la baja según el resultado de los experimentos).
Un superalimento ya consumido por los aztecas
En el primer reactor, el más complejo, dos clases distintas de bacterias (una que actúa a altas temperaturas y sin oxígeno, la otra que precisa de la luz) degradan en distintos procesos excrementos, orina y partes no comestibles de las plantas, reacciones durante las que se liberan, por una parte, carbono en forma de ácidos grasos volátiles de los que se obtiene CO2, y por otra, amoníaco, que otros microorganismos convertirán en nitrato, ambos elementos aprovechables por microalgas y plantas superiores.
Éstas, situadas en otros reactores conectados, asimilan el gas y los nutrientes y, a través de la fotosíntesis, generan oxígeno y alimento. En otra de las interconexiones, el oxígeno generado por las algas es enviado a un compartimento estanco donde es lo único que respiran varias ratas de laboratorio cuyos residuos orgánicos, junto con restos no aprovechables de las plantas, se envían al primer biorreactor, mientras el dióxido de carbono que emiten al respirar es aprovechado por los vegetales, tanto los microscópicos como los que extienden sus brillantes hojas verdes a escasos metros de distancia.
De momento, en la planta piloto solamente se han cultivado lechugas, mediante un procedimiento hidropónico que optimiza el consumo de agua, y la espirulina (Arthrospira platensis), una cianobacteria (antes llamadas algas azules, capaces de realizar la fotosíntesis, las formas de vida que empezaron a generar la atmósfera de la Tierra), que está considerada un superalimento y que ya consumían los aztecas, que la recolectaban en el lago Texcoco y la llamaban Tecuitlatl ('excremento de piedra').
Por ahora se cultivan lechugas y espirulina, que proveen de oxígeno a unas ratas
Se controlan minuciosamente los parámetros de temperatura, humedad, PH, iluminación y conductividad del pequeño huerto que prospera en el interior de una cámara diseñada y construida expresamente por especialistas de la Universidad de Guelph, en Canadá, que pusieron en marcha el experimento hortícola, en el que también han participado biólogos de la Universidad de Nápoles (Italia).
La lechuga tiene la ventaja de que crece sin requerir grandes cuidados, con un amplio rango de temperaturas y con un ciclo de vida de apenas seis meses, pero su aportación energética como alimento es más bien pobre. “Proporcionar a los astronautas una dieta equilibrada requerirá de cultivar 21 especies de plantas, además de las espirulinas. En realidad solamente hay ocho cultivos indispensables, pero se han incorporado al programa unos cuantos más para evitar la monotonía por motivos culturales y psicológicos”, explica Gòdia. Entre los seleccionados están la remolacha, el trigo y la patata.
Las plantas superiores serán las responsables de la parte fundamental de la producción de comida y oxígeno, pero la espirulina, con la que ya se ha alimentado experimentalmente un residente en la Estación Espacial Internacional, presenta una gran ventaja a la hora de garantizar las necesidades respiratorias de los futuros viajeros espaciales: su capacidad de respuesta rápida a condiciones cambiantes.
En cuestión de minutos, y mediante un ajuste de la iluminación que reciben las microalgas, el sistema aumenta o reduce la aportación de oxígeno para las ratas que, al ser animales nocturnos, consumen mucho de noche y bastante menos durante el día, cuando sestean la mayor parte de tiempo, y generan, a la inversa, mayores o menores niveles de dióxido de carbono, que las algas a su vez deben metabolizar.
Criar animales, demasiado complicado
“Las plantas tardarían horas en lograrlo”, argumentan los técnicos del proyecto. El sistema, que los científicos incluso pueden controlar desde casa mediante sus teléfonos móviles, ha permitido ya la supervivencia sin problemas de las ratas respirando oxígeno aportado únicamente por las algas en periodos de hasta seis semanas. “El nivel de oxígeno en el aire de la Tierra es del 21%, y se considera que un astronauta podrá vivir bien con niveles situados entre el 18% y el 23%. Ahora hemos demostrado que con nuestro modelo podemos estabilizarlo en todo momento”, se felicita Gòdia.
Entre los alicientes del viaje a Marte no estará pues el gastronómico: la dieta de productos frescos de los viajeros a Marte será vegana. “Ya es suficientemente complejo diseñar un ciclo autosostenible solamente con plantas. Criar animales significaría añadir unos niveles de complejidad que resultarían excesivos”, admite Gòdia.
Los animales utilizados en el experimento, protegidos por un estricto protocolo de seguridad impuesto por el comité de ética de la universidad, son ratas albinas de la raza Wistar (Rattus norvegicus), criadas en Francia en un entorno que las hace libres de todo patógeno, y no tienen por ahora otra misión que respirar el oxígeno que les aportan las algas y proporcionarles a cambio su dióxido de carbono y sus residuos corporales.
Solamente se utilizan hembras, más dóciles, capaces de convivir con menos conflictos en un pequeño habitáculo aislador con unos niveles de estanqueidad tan extremadamente exigentes que solamente dos empresas británicas se atrevieron a fabricarlo. Se calcula que la respiración de 60 de estos roedores equivale a la de una persona. En estos momentos, con una planta piloto como la actual a escala de un ser humano, se le podría aportar todo el oxígeno necesario y gestionar su CO2, orina y heces, pero solamente proporcionarle del 20% al 40% del alimento que precisaría.
El experimento tiene casi 30 años y le espera al menos una década de trabajos más
Aunque su objetivo sea llevar a astronautas a Marte, los experimentos de MELiSSA han aportado valiosos conocimientos útiles en nuestro mismo planeta. Es el caso de descubrimientos en el terreno de la depuración de aguas residuales, que se han aplicado ya en alguna remota base antártica; biosensores que facilitan la producción de levaduras para la industria del cava, el vino o la cerveza y hasta una bacteria, el Rhodospirillum rubrum, capaz de eliminar el colesterol y que ya ha sido protegido con una patente. “Los científicos del proyecto están tan concentrados desarrollando soluciones para sobrevivir en el espacio que casi no se dan cuenta de que muchas ya pueden aplicarse hoy a la Tierra”, comenta Rob Suters, responsable de IPStar, la empresa neerlandesa que rentabiliza esta transferencia tecnológica.
La instalación de la UAB está demostrando la viabilidad del sistema en la Tierra, pero las condiciones en el espacio son otras muy distintas, y habrá que probarlo con ellas, por lo que algunos de los modelos desarrollados en la planta piloto barcelonesa ya han viajado hasta la Estación Espacial Internacional. En febrero del año pasado lo hizo el experimento ArtemISS, con un mini biorreactor con el que se estudió cómo la microgravedad y la radiación espacial influían en el crecimiento de la espirulina y cómo esta llevaba a cabo la fotosíntesis en aquel entorno más hostil. “Y demostramos que sí se puede hacer el cultivo en el espacio”, se felicita Gòdia. Este año está previsto que se pruebe allí su homólogo UrinISS, un reactor destinado al reciclaje de orina para obtener nitrógeno, energía, nutrientes para plantas y agua.
Y en el futuro, tendrá que salir de la atmósfera algún roedor. Aplicar lo descubierto hasta ahora a las personas queda todavía muy lejos. “Como mínimo, para acabar de integrar todos los procesos necesitaremos cinco o seis años más. Cuando tengamos todos los reactores interconectados habrá que tenerlos operando ininterrumpidamente y sin interferencias durante un periodo de entre uno y dos años más, y en ese momento la planta piloto habrá alcanzado su objetivo, aunque se podrá seguir utilizando para muchas otras cosas”, refiere su director.
La experiencia de MELiSSA servirá entonces para el diseño de una instalación superior donde ya se trabajará con seres humanos, lo que la ESA llama una Fipes (Facility for integrated planetary exploration simulation, Instalación para la simulación integrada de una exploración planetaria). Y cuando la misma haya demostrado que funciona durante largos periodos y a plena satisfacción, las fronteras del espacio empezarán a ensancharse para el Homo sapiens.