Son diversos ejemplos extraídos del libro How bad are bananas? The carbon footprint of everything (¿Cómo son de malos los plátanos? La huella de carbono de todas las cosas) del consultor ambiental británico Mike Berners-Lee, donde se explica de forma muy gráfica de qué manera todas y cada una de nuestras acciones cotidianas y los productos y servicios que consumimos —incluso aquellos considerados más ecológicos— contribuyen a agravar el principal problema ambiental del planeta, el cambio climático.
La cifra del cálculo incluye el total de emisiones directas o indirectas de gases de efecto invernadero que genera la producción y la totalidad de la vida útil de cada producto. Hay que tener en cuenta que se trata de estimaciones medias basadas en extrapolaciones, y que manejan datos de la situación en el Reino Unido, que pueden variar sensiblemente de un país o región del mundo a otro.
Las metodologías de cálculo de emisiones pueden evaluar sólo el CO2 u otros gases
A la hora de la evaluación también se han tenido en cuenta los efectos positivos para el balance de gases en la atmósfera que conllevan algunas actividades (así, cultivar zanahorias o cualquier otro producto agrícola también fija cierta cantidad de CO2, que se descuenta de la cifra final). Así, un largo desplazamiento hasta el lugar de consumo de un alimento de producción escrupulosamente ecológica puede hacer su impacto climático mayor que el de un producto convencional pero de mayor proximidad. Incluso un consumidor puede ser responsable de un mayor volumen de emisiones al usar un producto que el mismo fabricante que lo puso en el mercado.
El concepto de huella de carbono se mide de acuerdo con parámetros establecidos en normativas homologadas internacionalmente como ISO 14064-1, PAS 2050 o GHG Protocol. Sin embargo, las metodologías para el cálculo varían, y mientras algunos sistemas miden sólo las emisiones de dióxido de carbono, otras llegan a evaluar las de hasta seis diferentes gases de efecto invernadero.
En cualquier caso, el objetivo es, además de la sensibilización, la posibilidad de poner en marcha medidas para su reducción, o por lo menos acciones compensatorias del impacto sobre el medio de la actividad realizada, como la financiación de proyectos de reforestación. Numerosas entidades públicas y privadas se dedican a certificar estos impactos, un sector que se está convirtiendo en una floreciente área de negocio desde que nació el mercado de compra y venta de derechos de emisión como consecuencia del Protocolo de Kioto.
Balance personal
En el año 2000, el ingeniero francés Jean-Marc Jancovici fue uno de los grandes impulsores de la idea de una calculadora de la huella de carbono de un país, ciudad o corporación, y más adelante, de una calculadora de la huella individual, puesta en línea en 2007 por la Agencia del Medio Ambiente y la Energía francesa y el Clima Futures Association. Existen en el mundo otras iniciativas similares, como Actonco2 en el Reino Unido o el Personal Emissions Calculator en Estados Unidos.
El concepto de la huella de carbono tiene su origen en el de la Huella Ecológica de la Humanidad, ideado en 1995 por Mathis Wackernagel y William Rees, científicos de la Universidad de la Columbia Británica de Vancouver (Canadá). Se define como el área de territorio ecológicamente productivo necesario para generar los recursos utilizados y para asimilar los residuos producidos por una población definida con un nivel de vida específico durante un periodo de tiempo indefinido. Suele expresarse en hectáreas.
Rees alumbró el germen de la idea en 1992 cuando la universidad le proveyó de un nuevo modelo de ordenador en forma de torre que le permitía ganar mucho espacio en su mesa de trabajo. En ese momento comentó que estaba dejando “una huella menor” en la misma. Y tardó pocos segundos en trasladar el concepto a una escala medioambiental global.
El impacto per cápita de EE UU es de 9,57 hectáreas, y en Bangladesh de 0,53
Su colega Mathis Wackernagel, que le ayudó a desarrollar este nuevo instrumento de análisis, acabaría dirigiendo el Global Footprint Network (GFN), un organismo investigador creado en 2003 con el objetivo de impulsar, por medio de la medición de nuestro impacto sobre el medio, nuevas estrategias de desarrollo más sostenibles. El GFN define la huella como “una herramienta ecológica de contabilidad de recursos que mide cuánta naturaleza tenemos, cuánta utilizamos y quién utiliza qué”.
Cuando se evalúa la Huella Ecológica, “habitualmente se diferencian cinco categorías de consumo (dentro de las que se pueden hacer las subdivisiones que se quieran): alimentación, vivienda, transporte, bienes de consumo y servicios. Por lo que respecta a la superficie biológica productiva, las categorías son: cultivos, pastos, bosques, mar productivo, terreno construido y área de absorción de dióxido de carbono”, explican los profesores Pere Busquets y Enric Carrera, de la Cátedra Unesco de Sostenibilidad de la Universitat Politècnica de Catalunya.
Los resultados de este índice ponen de manifiesto que la humanidad se excede en el uso de los recursos de la Tierra en un 15% (es decir, consume un 15% más de lo que el planeta puede generar). Como es fácil de suponer, esta apropiación de los recursos es muy desigual, con abismales diferencias según los países: Estados Unidos tiene la huella ecológica más grande, con 9,57 hectáreas por habitante, mientras que Mozambique o Bangla Desh la tienen de tan sólo 0,53 hectáreas. También en este caso existen herramientas que permiten un cálculo de la huella personal.
El GFN estima que en tan sólo aproximadamente ocho meses demandamos más recursos renovables y servicios de captura de C02 de lo que el planeta puede proveer durante todo un año. Por ello instituyó el Día del Exceso de la Tierra, que es la fecha aproximada de cada año en la cual nuestro consumo de recursos excede la capacidad anual de la Tierra para reabastecerlos. En 2012 se fijó en el 22 de agosto. Desde ese día, la humanidad volvió a vivir por encima de sus posibilidades. Este año podría incluso llegar un poco antes. Así que estará al caer.