El idioma yagán sigue vivo. Mi abuela nos dejó ese legado”, afirma con rotundidad Cristina Zárraga. Su abuela era Cristina Calderón, la última hablante nativa del mismo y la postrera miembro étnicamente pura de este pueblo de cazadores nómadas que poblaron durante más de 6.000 años la Tierra del Fuego.

Sumario

 

La abuela Cristina, distingida como Tesoro Humano Vivo por el Gobierno chileno y la UNESCO, falleció el pasado febrero a los 93 años de edad, dejando el porvenir de la lengua y la cultura de los habitantes más australes del planeta en manos de su nieta.

Los gayanes son una cultura en peligro de extinción / Infografía: EA

Zárraga, criada en Concepción, en el centro de Chile, descubrió la cultura yagán cuando, a los 20 años, regresó a la tierra de sus antepasados, la bella, gélida y salvaje isla Navarino, en el confín de América del Sur, de la que saliera un día su padre como migrante.

De inmediato conectó con su abuela y convivió con ella durante más de una década recogiendo meticulosamente no solamente sus conocimientos lingüísticos, sino también datos de su vida y los cuentos, canciones, conocimientos y tradiciones que le habían enseñado a aquélla de niña

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De inmediato conectó con su abuela y convivió con ella durante más de una década recogiendo meticulosamente no solamente sus conocimientos lingüísticos, sino también datos de su vida y los cuentos, canciones, conocimientos y tradiciones que le habían enseñado a aquélla de niña.

Allí conoció también al viajero alemán Oliver Vogel, con el que se casó y ahora vive, con sus dos hijos (de nombres yaganes) en tierras germanas, desde donde sigue batallando por la cultura de sus ancestros. “Desde hace muchos años estoy colaborando con un lingüista y precisamente acabamos de terminar un manual de aprendizaje para la comunidad yagán”, revela a EcoAvant.com en conversación telemática desde el sur de Alemania.

 

Manual de aprendizaje

 

Lakutaia le kipa, llamada la Rosa Yagán, en una foto conservada en el Museo Maggiorino Borgatello de Punta Arenas. Fue la última mujer que vivió al modo tradicional / Foto: Alfons Rodríguez

Zárraga, autora también de un diccionario breve (Yagankuta), una biografia de Cristina Calderón (Memorias de mi abuela yagán), un libro de cuentos (Hai kur mamashu chis, Quiero contarte un cuento) y otro libro de remedios naturales indígenas (Haoa usi mitsana, Remedio de mi tierra), admite que con el fallecimiento de la matriarca “ella se llevó algo de su cultura”, pero se niega a aceptar los titulares de la prensa que desde hace décadas insistieron en considerarla “la última yagán”, con la que se perdería todo el legado de su pueblo.

Cristina Zárraga recuerda que titulares de esta clase ya se publicaron en los años 70 del pasado siglo “cuando murió el abuelo Sarmiento, y posteriormente con el abuelo Felipe, con la abuela Rosa Yagán [nota: la última persona que vivió al modo tradicional] y con la tía Úrsula [hermana de la abuela]” y penúltima hablante nativa.

Los esfuerzos para salvar esta lengua le deben mucho al misionero anglicano Thomas Bridges –él fue quien llamó a estos indígenas como yaganes, por su topónimo Yahgashaga: ellos se llaman a sí mismos yaganes–. El británico reunió a finales del siglo XIX más de 32.400 palabras en un diccionario yagán-inglés (una persona culta de cualquier país desarrollado maneja en su idioma como mucho unas 5.000). Hubo que inventar un alfabeto para esta lengua no escrita. Pero hasta ahora no existían estudios sobre la gramática, en la que parece que el orden de las palabras no era excesivamente relevante.

Ha sido el único lingüista que se ha interesado, ha trabajado con un gran respeto por nuestra cultura y nos ha entregado todos los materiales que compiló

CRISTINA ZÁRRAGA, nieta de Cristina Calderón

En ello trabajan Cristina Zárraga y el lingüista Yoram Meroz, de San Francisco (Estados Unidos), quien trabajó con abuela y nieta desde 2007 y recogió un gran volumen de anotaciones, bibliografía y registros en audio. “Ha sido el único lingüista que se ha interesado, ha trabajado con un gran respeto por nuestra cultura y nos ha entregado todos los materiales que compiló”, dice Zárraga.

 

Clases del idioma yagán vía Zoom

 

Miembros de la comunidad indígena de Villa Ukika, que reúne apenas a medio centenar de personas, la mayoría emparentados / Foto: Alfons Rodríguez

Desde hace dos años, Zárraga està impartiendo clases del idioma yagán vía Zoom a miembros de la comunidad, “en las que alcanzó a estar mi abuela”. “Si bien es cierto que ya no hay ningún hablante fluido como lo era ella, con su ayuda hemos acumulado una cantidad de material impresionante”, que puede permitir a las generaciones venideras “rearmar” esta lengua.

Por los cursos y talleres han pasado una docena del medio centenar de habitantes de la última comunidad yagán, casi todos emparentados, incluidos los nueve hijos (siete de ellos vivos) que tuvo la abuela Cristina con dos maridos, y que en su totalidad son fruto del mestizaje con otros pueblos indígenas o con los blancos llegados desde muy lejos que en pocas décadas abocaron a este pueblo a la extinción.

Ella creció con la última generación que habló fluidamente la llengua y no se la enseñó a sus hijos porque en aquellos tiempos sufrían una gran discriminación por ser indígenas. Se burlaban de ellos y ella tomó esa decisión. Ahora mis tíos están muy arrepentidos, pero ella lo hizo por una buena razón

CRISTINA ZÁRRAGA, última hablante nativa de yagán

“Ella creció con la última generación que habló fluidamente la llengua y no se la enseñó a sus hijos porque en aquellos tiempos sufrían una gran discriminación por ser indígenas. Se burlaban de ellos y ella tomó esa decisión. Ahora mis tíos están muy arrepentidos, pero ella lo hizo por una buena razón”, explica Zárraga.

“Cuando falleció mi hermana Úrsula en 2003 me quedé solita, sin nadie con quien hablar”, explicó la abuela Cristina a los autores de este reportaje en 2014 en su casa del asentamiento de Villa Ukika, a las afueras de Puerto Williams (Chile), la localidad más meridional del planeta. Desde entonces, Cristina Calderón se convirtió en la única persona del mundo capaz de expresarse en la  milenaria lengua.

 

La palabra más concisa

 

Dos adultos y un niño yaganes a principios del siglo pasado, en una foto conservada en el Museo Maggiorino Borgatello de Punta Arenas / Foto: Alfons Rodríguez

La peculiar forma de vida de este pueblo, que migraba en canoa por los gélidos canales y fiordos de la última tierra colonizada por el Homo sapiens, persiguiendo a lobos y otros mamíferos marinos para alimentarse y emplear su piel, generó una cosmovisión con detalles y matices impensables para nosotros. Una palabra yámanamamihlapinatapai, es, según el Libro Guiness de los Récords, la más concisa del mundo. Significa "una mirada entre dos personas, cada una de las cuales espera que la otra haga algo que ambos desean, pero que ninguno se atreve a empezar".

La abuela Cristina fue la última hija de padre y madre yaganes, aunque ya no llegó a conocer el modo de vida tradicional de los cazadores nómadas y no ocultaba que le molestaban las preguntas de los foráneos que querían saber si había cazado lobos marinos cubierta tan solo con sus pieles.

Aprendí el español a los nueve años. El papá de una sobrina era gringo, y me fueron enseñando de poquito”, recordaba en el austero comedor, apenas amueblado, de su vivienda con vistas al canal de Beagle. “Entonces todos hablaban yagán, pero después empezaron a fallecer, y quedé yo nomás. Las guaguas (niños) no quisieron aprender. Tenían vergüenza. La gente blanca se reía de ellos”, rememoraba arrastrando las palabras entre largas pausas, Cristina Calderón.

En la lucha por salvar la lengua vamos muy retrasados. Y es una carrera contra el tiempo. Tenemos miedo a que nuestra cultura desaparezca. Veo el futuro bastante oscuro

LUIS GÓMEZ ZÁRRAGA, nieto de Cristina Calderón

En la lucha por salvar la lengua vamos muy retrasados. Y es una carrera contra el tiempo. Tenemos miedo a que nuestra cultura desaparezca. Veo el futuro bastante oscuro”, admitía entonces Luis Gómez Zárraga, uno de los 14 nietos de Cristina, jefe de la comunidad yámana y representante de su pueblo en el Consejo de Desarrollo Indígena chileno (CDI).

Este profesor de 46 años especializado en la docencia en lugares extremos (estuvo tres cursos en la Base Frei, en la Antártida, y otros cuatro en Puerto Toro, el asentamiento permanente más austral del globo) tampoco fue capaz de aprender bien el yagán pese a que, de pequeño, oía hablar a su abuela y su tía abuela todas las mañanas, mientras tomaban un mate. "Entendía algo”, dice, y ahora solo puede articular “algunas palabras sueltas”.

 

“No hemos hecho lo suficiente”

 

El carpintero Patricio Chiguay, miembro de la comunidad yagán de Villa Ukika / Foto: Alfons Rodríguez

Durante décadas, nuestra gente se ha avergonzado de su identidad. En el colegio estábamos estigmatizados. Gran parte de la pérdida de nuestra herencia se debe a eso”, se quejaba Gómez, pero reconocía que los propios yaganes también habían fallado: "No hemos hecho demasiado por rescatar nuestro legado”. Parece que, con los esfuerzos de Cristina Zárraga, la lengua yagán se saltará una generación para resurgir con la siguiente.

Aprender el yagán tal vez no sea práctico, pero uno debe tener el orgullo de conocer lo que es suyo

PATRICIO CHIGUAY CALDERÓN, carpintero

“Aprender el yagán tal vez no sea práctico, pero uno debe tener el orgullo de conocer lo que es suyo”, opina Patricio Chiguay Calderón, carpintero de 60 años casado con una sobrina de la abuela Cristina, que vive en una casa aledaña. “Yo no lo domino, pero puedo entender”, se defendía. Sus dos hijos, por el contrario, “ya lo perdieron”.

 

Cazadores de indios

 

Pese a la rudeza del clima, los yaganes vivían casi desnudos, con el cuerpo cubierto de grasa de mamíferos marinos para protegerse del frío / Foto: Alfons Rodríguez

Los pueblos de la isla Grande de la Tierra del Fuego (48.000 kilómetros cuadrados), como los ona o los selk'nam, fueron masacrados cuando trataban de oponerse al avance de las haciendas ovejeras de los colonos occidentales  por sus tierras. Hubo auténticos cazadores de indios profesionales, como el infame Julius Popper, judío de origen rumano, que cobraban una cantidad por cada pieza cobrada.

En cambio, a los indígenas canoeros del sur de la Tierra del Fuego, yaganes y kawesqar, cuyos islotes abruptos y boscosos carecían de interés para los ganaderos, los diezmarían las enfermedades importadas por los blancos como el sarampión o la viruela y la aniquilación de sus fuentes de alimento por la competencia desigual de balleneros y loberos.

La última yámana que vivió a la manera tradicional fue Lakutaia le Kipa, llamada la Rosa Yagán, fallecida en 1983 a una edad indeterminada. “Yo siempre he vivido así, no he conocido las canoas ni he cazado nutrias, pero he visto fotos de una tía lejana sin ropa”, aclaraba Cristina Calderón adelantándose a la pregunta que tanto la incomodaba.

La primera referencia sobre los yaganes se debe al navegante holandés Jacques l'Hermite, que se topó con ellos en 1624. Al bajar su tripulación a tierra fueron atacados y murieron 17 marinos. Pocos más contactos hubo hasta principios del siglo XIX, cuando la armada británica envió al Beagle, un bergantín con nombre de raza canina, a trazar las cartas de navegación de una zona tan remota como vital para el comercio mundial cuando aún faltaba un siglo para la inauguración del Canal de Panamá.

El capitán FitzRoy se llevó para civilizarlos a Londres a cuatro indígenas tomados como rehenes después de que los nativos le robaran un boteuna niña de unos nueve años, un niño de unos 14 y dos varones de 26 y 20

En el primero de sus viajes, el capitán FitzRoy se llevó para civilizarlos a Londres a cuatro indígenas tomados como rehenes después de que los nativos le robaran un boteuna niña de unos nueve años, un niño de unos 14 y dos varones de 26 y 20 –este último fallecería poco después de llegar a Europa–. Recibieron una educación al uso, fueron presentados a los reyes Guillermo IV y Adelaida y, dos años después, los devolvieron a casa.

En la bahía Wulaia, en la costa occidental de la isla Navarino, una placa recuerda que el 23 de enero de 1833 desembarcó allí Charles Darwin. El inexperto naturalista, que iba para clérigo, se había embarcado gracias a las influencias y el dinero de su padre en el segundo viaje del Beagle, con el que daría la vuelta al mundo, y asistió al retorno de los yaganes reeducados al lugar, donde años después se estableció una misión anglicana.

En 1859, dicho asentamiento sería asaltado por los nativos, que mataron a ocho europeos. Entre los atacantes estaba el bautizado por los británicos como Jemmy Button, cuyo nombre yagán era Orundellico, uno de aquellos indígenas formados en Londres.

 

Los prejuicios de Darwin

 

Un indígena pinta el rostro de otro antes de una ceremonia ritual a principios del pasado siglo, en una foto conservada en el Museo Maggiorino Borgatello de Punta Arenas / Foto: Alfons Rodríguez

Darwin fue durísimo en sus juicios sobre los fueguinos. Dijo de ellos que “no he visto en ninguna parte seres más abyectos y miserables”. “Al ver tan repugnantes cataduras cuesta creer que sean seres humanos y habitantes del mismo mundo”

Darwin fue durísimo en sus juicios sobre los fueguinos. Dijo de ellos que “no he visto en ninguna parte seres más abyectos y miserables”. “Al ver tan repugnantes cataduras cuesta creer que sean seres humanos y habitantes del mismo mundo”, escribió en su diario. Incluso apuntó en él que “resulta probado con toda certeza que, cuando en invierno los aprieta el hambre, matan y devoran a las ancianas de la tribu antes que a sus perros” porque, y atribuyó la frase a un nativo, “los perros cogen nutrias y las viejas no”. Ningún estudioso posterior ha avalado esta acusación infundada de canibalismo.

Los brutales prejuicios del padre de la teoría de la evolución de las especies marcaron durante décadas a estos pueblos del extremo sur americano. “Darwin trató de encontrar aquí el origen de la humanidad, de demostrar sus teorías sobre la evolución humana. Y sus graves afirmaciones favorecieron el menosprecio de los nativos, pero ahora hay un resurgir indígena”, constata el director del Museo Salesiano Maggiorino Borgatello (1) de Punta Arenas, Salvatore Cirillo. El museo, fundado el 18 de septiembre de 1893, es uno de los mejores lugares para aprender sobre los pueblos nativos del archipiélago.

Hasta 1941, los últimos yaganes, menos de un centenar, vivían de la caza y el marisqueo en la Caleta Mejillones, al norte de la isla Navarino. Ese año, el Gobierno chileno los obligó a trasladarse a su actual emplazamiento junto a Puerto Williams, a la sazón solo una base naval que hoy compite con la argentina Ushuaia por el título de ciudad más austral del planeta. Allí viven hoy, en Villa Ukika, medio centenar de personas, la mayoría de ellos emparentados y todos ellos fruto del mestizaje con europeos u otras etnias de la zona.

El cementerio indígena de la bahía Mejillones, donde la vegetación se va tragando las rudimentarias cruces, y numerosos conchales –pilas de valvas de moluscos consumidos en sus asentamientos temporales, considerados yacimientos arqueológicos– son los postreros vestigios de un modo de vida milenario que ya no volverá. Pero aún hay tiempo para que no se pierdan su lengua y su memoria.

Referencias